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Te regalan un libro de autoayuda. Ante este hecho…
A.- Te mosqueas. ¿Tan mal te ven?
B.- Estáis, aparentemente, en la sociedad del bienestar y, curiosa y antitéticamente, proliferan textos de este tipo…

C.- Te acuerdas con nostalgia y afecto de tus padres. Les metieron en una guerra, secuestrándoles su juventud y gran parte de su existencia. Y, sin embargo, jamás leyeron mamotreto alguno sobre cómo enderezar sus vidas. Entre otras cosas porque no se escribían entonces manuales de esa guisa. A tu madre le bastaba con cantar… A ambos, el sentido común y algunos valores…

D.- El título y el nombre del autor te inquietan: Cabezón Inocente, Feliciano: «Guía para conducir o reconducir la vida hacia una meta de felicidad existencial llevada al paroxismo metafísico». Editorial Angustia. Uno de los capítulos se inicia con las siguientes palabras: «La sencillez es una de las bases de la dicha…» ¡Ándele! ¿Sencillez? ¿Con ese título? Lo del nombre del escritor, por otra parte, se las trae…

Sobre A (¿Tan mal te ven?)… Te tranquilizas al percatarte de la dedicatoria manuscrita (un tanto subida de tono) que aparece en la página 4 y dirigida a quien te regaló el libro. De ello se deduce que el donante no te veía mal, sino que se contentó con obsequiarte con un obsequio que le habían hecho a él… Gilipuertas y, además, avaro… Y, si te apuran, imbécil. ¡Antes de traspasar un presente, ojéalo, capullo!

Escéptico, inicias la lectura. No eres aún consciente de que esa temeridad te llevará al servicio de urgencias del «Mateu Orfila»… Lo sabrás más tarde… Inicias –iteras– la lectura. El capítulo 1 habla sobre la importancia de la sinceridad para alcanzar el edén prometido. Tras un prólogo (en el que se informa al lector de que suelen decirse diariamente unas doscientas mentiras), don Feliciano Cabezón Inocente aboga, encarecidamente, por la susodicha sinceridad. Sin excepciones. Tras una exhausta tipología de las posibles falacias (interesadas, políticas, inanes,    por desconocimiento, por…), el sr. Cabezón ruega abolir, incluso, las mentiras piadosas, esas que, entre otras cosas, hacían de la vida algo más llevadero. Leído el mentado capítulo    –¡Imbécil!– sales a la calle dispuesto a ser absolutamente sincero… Serlo tú y únicamente tú, porque a ti no te apetece que los otros lo    sean contigo, tal vez porque sabes que, con frecuencia, la sinceridad    no es más que un bello pretexto para herir elegantemente al otro y hundirle la moral… Desde la más profunda amistad, por supuesto…

Y sí, sales a la calle, con la verdad por bandera… Se dan las siguientes situaciones. No mientes, of course!…

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1.- Te encuentras a Fernando. Educado él te pregunta cómo estás. En condiciones normales, le habrías contestado con un simple «¡Bien, gracias!». Pero no… Así que le describes pormenorizadamente tu estado de ánimo negativo, lo que te angustia, lo que te preocupa, tu vida, en definitiva. Fernando nunca estuvo tan cerca de cometer un asesinato. En el futuro Fernando te evitará… ¡Natural!

2.- Te llama Armando… Le contestas. Antes le habrías dicho que te faltaba cobertura o que andabas mal de batería. Ahora –¡la verdad por delante!- le sueltas, sencillamente, que no te apetece hablar con él, que te cae fatal    y que vas a bloquearle…

3.- Maite y Ramón te presentan a su recién nacida… «¿A qué es mona?». Y tú, honesto, les espetas: «¡Menudo engendro! Pero… ¿Qué habéis hecho, desgraciados?». Ramón te parte la cara. No en vano es segurata de oficio.

Acudes a urgencias. Te ingresan en la habitación 202. Compartes cuarto con un enfermo depresivo llamado Feliciano Cabezón Inocente… Al percatarte de su identidad coges una almohada y… ¿No habrían hecho ustedes lo mismo?

- ¿Y la verdad? –te preguntan–.

- Para las cosas auténticamente relevantes –contestas–. Verdad compartida con esas mentiras blancas que nada dañan y todo lo mejoran. Esas que, antiguamente, conformaban algo denominado buena educación…