M e imagino las mañanas del primer hombre, el llamado Adán en el primer libro de la Biblia. Lo imagino al amanecer del día sexto, al levantarse él, descubriendo el mundo cachito a cachito, descubriéndose a sí mismo hueso a hueso. El primer día de la creación, la ciudad del mundo empezó a poner sus calles: luz, aves, vientos, continentes, mares. Todo era maravilla, Adán vio agua y la sorbió, vio rosa y la olfateó, vio ruiseñor y le escuchó, vio viña y probó el vino...
Debieron pasar siglos hasta que un pastor llegó a la Corte; todavía hoy recuerdan historias mexicanas las mañanitas que cantaba el rey David. No sé qué tendrán las mañanas que tanto encanto almacenan. Despertarse, abrir la ventana, asistir al parto del alba y al instante sentir la necesidad de cantar alabando al Sol y a quien se le ocurrió la idea de adherirle brillo con tanto vatio.
Y sentir como la vida sigue y continuar sintiéndose ávido de auroras. Despertarse un día malito y percibir como la mano de la cuidadora de la ‘Resi’ te roza la frente susurrándote «Buenos días, joven, la vida te espera», abrir rápidamente puertas a la luz, salir al pasillo oliendo a floid de recién afeitado, sorber lento el cafetito mañanero, rezar salve a la Virgen de la Salud, a colegas ir devolviendo sonrisas, ir contándole las olas al mar…