O abuelez, que eran nuestras credenciales con sufijo distinto, diccionarios al margen, fueron el preámbulo sottovoce. Allí estábamos, cinco excompañeros de estudios, reunidos a manteles, más de cincuenta años después, evocando un lejano encuentro, que mantuvimos en la cuna del general Juan Prim y Prats, cuando la vida todavía nos mostraba su cara más afable.
El desayuno se decidió a instancia de parte y de manera fortuita, en confraternizada acción, que designamos de ‘mesa camilla’, porque al ser pocos se puede ejercer la confesión plural, sin soslayar, precisamos, que amigos íntimos son los que contamos con los dedos de una mano y que siempre están ahí pese a nuestras incongruencias... Hablamos sobre el paso del tiempo y pactamos que cumplir años, la alternativa sin vuelta atrás es menos amable, también conlleva adheridas servidumbres, con sus cicatrices. Resolvimos optimistas que, en días buenos, alguien puede echarnos cuatro años menos, aunque aceptablemente objetivos esperamos que la edad real nos alcance. El problema de envejecer, matizó Montaigne, probablemente en un día bueno, es que uno continúa sintiéndose joven…
Dos horas después sonó el timbre, echamos mano de nuestros celulares y exhibimos con emoción nuestros nietos y nietas, que, concertamos, son el mejor regalo que la vida nos ha dado. Nito, Pere, Toni, Valentí y quien esto escribe, tras saborear la tortilla, signaron el acta…