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Antes de que se convirtieran en grandes artistas conceptuales y sumos sacerdotes gastronómicos, hubo generaciones de excelentes cocineros, trabajando para grandes señores y nobles refinados, que no podían permitirse comer lo que guisaban a diario. Por falta de poder adquisitivo, naturalmente. De sus manos brotaban manjares exquisitos, pero salvo una mínima cata de salsas y caldos a fin de asegurar su exactitud, tenían que guiarse por la vista, el olfato y la costumbre, nunca por el tacto y menos por el gusto, pues sus platos, así como sus costosos ingredientes, estaban por encima de sus posibilidades financieras. Aprendieron a guisar exquisiteces que no se iban a comer (algunas sobras, quizá), igual que Modigliani jamás habría podido adquirir un desnudo de Modigliani. O ciertos escritores maniáticos, aunque por motivos diferentes, son incapaces de disfrutar sus textos, ni leerlos o nunca terminarían las correcciones.

Pero aquí no vamos a hablar de aquellos abnegados cocineros (y cocineras), esclavos de despóticos amos, ni siquiera de los menos hábiles encargados de alimentar a la tropa, o servir centenares de raciones en hospitales, barcos, cárceles o empresas de comida rápida. Que ellos no prueban, puesto que al día siguiente deben trabajar, y sería arriesgado. No, ahora no me refiero a profesionales, sino a todos lo que como yo mismo dan de comer a gente en su casa, niños a veces, y como los comensales son como son, unos quieren unas cosas y otros otras. El oficiante, al que alguna vez dijeron «tú lo haces mejor», o «cocina tú, que no tienes nada que hacer», tras elaborar dos o tres menús y no comerse ninguno, se zampa luego unos bocados en la cocina (sí, como una mucama del siglo XVII), y nota cómo según pasan los años se le agria el carácter. Porque, y es lo que quería decir por tenerlo en la punta de la lengua hace décadas, lo de guisar cosas que no vas a comer pasa factura. Sobre todo si te ocupas también del avituallamiento. Estoy seguro de que numerosas señoras saben lo que estoy diciendo; mi abuela desde luego que lo sabría. No me estoy quejando, pero es una sensación rara. No guiso ni escribo para mí. Yo por mí no haría nada.