Joder, lo que cuesta despedirse. Tranquilo que no me pongo en plan ñoña, pero déjame que te explique porque, seguro, que a ti también te ha pasado. Yo, hasta hace unos meses, era de ese 0,28% de personas en el Universo que no habían visto la serie «Friends». Era, lo has leído bien. Decidí darle una oportunidad para poder afirmar con más rotundidad que «Cómo conocí a vuestra madre» es mejor serie, así que 30 años después de que se estrenara, yo la vi.
Tengo un ritmo de vida que ha hecho que necesite de varios meses para lo que antes, seguramente, hubiese caído en algo más de un mes. El tema es que hace unos días la acabé, vi el último episodio y cerré un círculo que me ha parecido mágico.
La serie me ha gustado, me lo he pasado bien, aunque como en muchas otras cosas, las expectativas que me habían generado han estado muy por encima de la realidad. Pero la noche del último episodio viví algo que me ha pasado ya algunas veces y que, en realidad duele mucho. Llegó el momento de «soltar amarras». Desde que escuché esta frase en la increíble «¿Conoces a Joe Black?», me parece una maravilla para usarla como punto final.
Bien, lo hice. Corté el hilo que me había unido a Ross y su pandilla en los últimos meses y me dolió, como también me pasó con «Cómo conocí a vuestra madre» o con «Bola de Drac» (la de verdad, la buena, no los experimentos que hacen ahora). Tuve, por un momento, un sentimiento de vacío porque alguien con quien he compartido muy buenos ratos se iba para siempre.
Por mucho que en las últimas semanas, cuanto más se acercaba el final, más bromeaba con aquello de «un capítulo más es un capítulo menos», lo cierto es que el golpe de ese fundido a negro de la serie fue inesperado, doloroso y de los que hacen pensar.
Está claro que puedo seguir viviendo sin este simpático grupo de seis amigos que se han esforzado de lo lindo para entretenerme durante los últimos meses, pero no está claro si quiero seguir haciéndolo. Me da pena. Me gustaría que no se acabase. Y eso que soy del tipo de personas que el final de algo es necesario precisamente para poner en valor todo lo que ocurre antes de que acabe. La idea de algo finito nos despierta el interés y puede que hasta el apego.
Lo mismo pasa con la vida, que puede parecer larga, cargada de momentos y de personas, pero también es finita. También se acaba. Y, seguramente no estaremos preparados para ese fundido a negro pero sí que está en nuestras manos aprovecharla al máximo hasta que acabe.