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Cualquiera que haya estudiado un poquitín la historia es consciente de que nunca ha habido períodos tan prolongados de bienestar y paz como ahora. Yo que trabajo con la información internacional diaria, me sorprendo cuando alguien a mi alrededor se lleva las manos a la cabeza al ver escenas truculentas que llegan de la guerra de Ucrania o de Gaza. Y en verdad son espantosas, pero un grano de arena en el desierto si lo comparamos con los acontecimientos bélicos del pasado. Existe algo llamado el Reloj del Apocalipsis que informa de lo cerca que estamos de que se acabe el mundo. El baremo establece que es tal la ebullición de conflictos armados, desconfianza entre países y desarrollo de programas nucleares y armas súper destructivas, que estamos a 89 segundos del fin del mundo.

Me pregunto qué dictamen harían estos expertos si hubieran contemplado una batalla de Napoleón. En Gaza, el día más sangriento de estos quince meses de guerra se cobró 113 víctimas mortales. Una cifra monstruosa, ciertamente, pero que conviene poner en perspectiva. En Leipzig, en cuatro días de octubre de 1813 el campo quedó sembrado con unos noventa mil cadáveres. Cualquier tiempo pasado fue peor. Nuestra pandemia de coronavirus ha significado un antes y un después en la vida cotidiana contemporánea y, pese a su letalidad, podríamos considerarla de segunda. Murieron quince millones de personas en todo el mundo, pocas comparadas con la mitad de la población mundial que se llevó por delante la peste negra de la Edad Media, unos 200 millones. Y pocas también respecto a los 50 millones de vidas que se cobró la gripe de 1918. La gran alarma no viene de los datos reales, sino de que tenemos la información al instante.