La hora del erizo

Gorriones y nativos

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En España hay en torno a cincuenta mil menores tutelados: niños y jóvenes que, por varias razones, no pueden contar con la protección de sus padres. De ahí que el Estado tenga su tutela, la obligación de protegerlos.

De esos cincuenta mil, algo más de la mitad viven en centros especiales, el resto en familias de acogida; de estos algunos son adoptados. Los tutores, personas o instituciones, están obligados, no solo a proveer las necesidades materiales del menor, sino también a proporcionarle el acceso a una formación adecuada y a facilitar su inserción en la sociedad. La obligación de tutela se extingue a la mayoría de edad del menor, a los 18 años, aunque puede prolongarse si se dan circunstancias especiales. En ese momento, al joven    se le abren las puertas y este se enfrenta al vasto mundo.

Entre esos cincuenta mil, entre diez y quince mil son llamados ‘menores extranjeros no acompañados’ que aquí, por abreviar, llamaremos ‘gorriones’. Los gorriones han llegado a España de manera irregular, pero disponen de una tarjeta de identificación que hasta no hace mucho no les permitía trabajar. Hoy sí pueden, a partir de los dieciséis años. Gorriones y nativos se enfrentan, entre otros, al reto de buscar y encontrar trabajo. Y aquí surge una paradoja: uno pensaría que, en la búsqueda de un trabajo, los gorriones parten en desventaja, pero parece que no es así: un estudio sugiere que la proporción de los gorriones que encuentran trabajo es mayor que la de los nativos. ¿Cuál puede ser la explicación?

Josep Masabeu, fundador de Braval, una organización que trabaja con menores en el Raval de Barcelona, nos da una pista: dice que los nacidos en el Raval tienen «moral de derrota», mientras que los gorriones llegan aquí «dispuestos a comerse el mundo». Esa diferencia de actitud es, desde luego, clave para el éxito laboral; pero ¿cuál es su origen? Podemos apuntar dos causas.

Para el gorrión que sale de la jaula, las oportunidades que ofrece su nuevo entorno son mucho mejores que las que dejó atrás. Sus expectativas son modestas: quiere un trabajo, el que sea, que le permita subsistir de momento, mientras busca algo mejor; no conoce la sociedad de aquí en su conjunto. El nativo es distinto: se ha criado en el Raval. Experiencia e instinto le dicen que el ascensor social se mueve solo entre los pisos superiores, y ve cómo los peldaños con los que podía iniciar una subida se hacen escasos por la digitalización de la economía (piensen, por ejemplo, en la transformación del comercio por las compras por Internet). Se resigna, pues, a no salir de la pobreza.

Además, el gorrión deja tras de sí una familia, con la que sigue en contacto, que le apoya y cuenta con él: tiene un lugar en el mundo. El nativo no tiene el vínculo afectivo esencial para el desarrollo de una persona sana, que es la familia. Faltan palabras para describir la privación que eso supone.

Todo lo anterior es cosa nuestra. Nos interpela, como se dice hoy, en dos sentidos: nos pide, por una parte, no ser tacaños con los recursos destinados a gorriones y nativos. Por otra, proteger a la familia, que no tiene sustituto en la construcción de una sociedad, y que hoy está en horas bajas. Ayudémosla a cambiar con los tiempos para que, como decía el Gatopardo, siga siendo lo de siempre: sustento afectivo y escuela de humanidad.