En los últimos años, he empezado a fijarme más —quizá por necesidad o simplemente por intuición— en cómo las mascotas están ocupando un lugar central en nuestras vidas. No hablo solo de su creciente presencia en los hogares, sino de su papel emocional, casi simbólico, en un mundo donde los vínculos humanos son cada vez más frágiles y escasos.
Las familias han cambiado. Lo sabemos, pero no siempre lo digerimos. En España, más del 75 por ciento de los hogares está formado por tres personas o menos, y uno de cada cuatro vive solo. Vivimos más solos, más rápido y, paradójicamente, más conectados que nunca… aunque muchas veces esa conexión sea solo una ilusión.

En este contexto, no me sorprende que el número de mascotas se haya disparado. Hoy hay más de 9 millones de perros en nuestro país, y casi 6 millones de gatos. No es solo amor por los animales —que lo es—, sino también una respuesta emocional muy humana a un vacío afectivo que no siempre sabemos cómo llenar.
Las mascotas nos dan algo que el ritmo actual nos roba: rutina compartida, presencia constante, cariño sin condiciones. Nos miran sin filtros, nos esperan sin ansiedad, y nos acompañan sin juicio. En un mundo que mide el valor de las personas por su productividad o su visibilidad, ellas simplemente están. Y a veces, eso es todo lo que necesitamos.
No estoy idealizando. Cuidar de un animal implica esfuerzo, compromiso y responsabilidad. Pero precisamente por eso, el vínculo que se genera es tan valioso. En tiempos de vínculos líquidos, ofrecer cuidados es una forma de resistencia. Y también de esperanza.
Ahora bien, hay una parte de esta realidad que me inquieta: esa tendencia creciente a hacer pasar a los animales por lo que no son. Ver perros vestidos con abrigos (algunos de diseño), sometidos a tratamientos de belleza, alimentados con menús gourmet o paseados en cochecitos como si fueran bebés… me provoca una extraña tristeza. Es como si, en nuestro afán por llenar vacíos, estuviésemos traicionando su naturaleza, obligándolos a representar un papel que no les corresponde. Una ternura desbordada que, sin darnos cuenta, roza el pecado de la humanización forzada.
A los perros, en realidad, les gusta ser perros. Les gusta revolcarse en la hierba, rebozarse en tierra si es posible, sentir el suelo bajo sus patas. Les gusta comer hierba para purgarse, olfatear el mundo con la libertad de quien se guía por el instinto. Reconocen a otros no por la vista ni por la voz, sino por el aroma inconfundible que cada uno porta, y por eso se huelen el trasero: no es grosería, es su forma de saludo, su lenguaje identitario.
Y sin embargo, a muchos se les deja solos durante horas en casas vacías, a la espera de que sus humanos regresen. Algunos incluso son vigilados por cámaras, como si el afecto pudiera compensarse con control remoto. Se les pasea con prisas, sin tiempo para el ritual —tan importante para ellos— de olfatear, explorar y elegir su sitio. Se les obliga a hacer sus necesidades sobre la acera, sin pausa, sin ceremonia, sin respeto por su instinto.
También hay que tener en cuenta que los animales pueden transmitir enfermedades. Por ejemplo, que un perro lama a un niño no es tan inocente como parece, porque puede ser un riesgo para la salud. Y además, aunque estén domesticados, siguen teniendo instintos animales que, en algún momento, podrían llevarlos a reaccionar de forma agresiva. Según la Asociación Española de Pediatría, cada año unos 70.000 menores sufren ataques de perros, lo que equivale a unos 200 casos diarios (EnFamilia, AEP). Los más afectados son los menores de 5 años, que concentran el 80 por ciento de las lesiones graves, muchas de ellas localizadas en la cabeza y el cuello (Anales de Pediatría, 2003). Resulta especialmente alarmante que en el 79 por ciento de los casos el perro agresor pertenece al entorno cercano del niño —ya sea la propia familia, amigos o vecinos—, lo que desmiente la idea de que el riesgo proviene únicamente de animales desconocidos. Además, los datos señalan que el 38 por ciento de los ataques son protagonizados por pastores alemanes y el 35 por ciento por perros mestizos. Estos datos evidencian la necesidad de reforzar la prevención, la educación infantil en la relación con los animales y la supervisión constante, incluso dentro del hogar.
En lo personal, no exagero si digo que hay días en los que la presencia tranquila de una mascota puede reconectarnos con lo esencial. Con el cuerpo. Con el tiempo. Con el silencio. Y eso, en los tiempos que corren, es casi una forma de espiritualidad.
Las mascotas no son un sustituto de la familia, pero sí una prolongación del afecto cuando el afecto escasea. No deberíamos olvidar que nos ofrecen algo que muchas veces no nos atrevemos a pedirle a otro ser humano: compañía sin condiciones, presencia sin exigencias.
Porque, a veces —y esto lo creo de verdad— lo que nos falta no es alguien con quien hablar, sino alguien con quien simplemente estar.