Hay que arremeter contra los manipuladores. Hay que agredirlos, cuestionarlos, atacarlos, expulsarlos. Sus verdades son mentiras. Hay pintadas frente a sus casas. Habría que penalizarlos: unos añitos de cárcel les harían ver la verdad verdadera. La nuestra, claro. Hemos de crear cordones sanitarios. «Aquí no aceptamos mentirosos», dicen que decía la anterior propiedad de Twitter y que mantiene ahora Musk. Solo ha cambiado el receptor del calificativo de mentiroso, pero el fondo es el mismo. Las sociedades contemporáneas tienen claro que entre tanta idea en circulación, hay que proteger a los inocentes, a los que no están contaminados, a los puros. De un lado los malos que nos quieren engañar, los sujetos activos del mal, cuyas agendas sabe Dios a qué mafioso responden, y del otro los buenos, los inocentes, las víctimas propiciatorias que hemos de salvar.
Yo, sin embargo, siento cariño por ellos. Y dudo mucho de las intenciones de los que se rasgan las vestiduras con los equivocados porque todos, en un momento u otro, en un tema u otro, hemos estado un poco idos, un poco pirados.
La relación de los engañadores con su verdad, puede ser de dos tipos: o saben que mienten, o creen firmemente en lo que predican.
Yo dudo mucho que alguien predique una mentira, consciente de ello, a cambio de nada. Pero por un sueldo, por un piso, por status social, por reconocimiento, la cosa cambia. Al fin y al cabo, muchos trabajos son vender medias verdades. Ganarse la vida con un pañuelo en la nariz y no oler qué vendemos. ¡Cómo vamos a criticar a quien miente para ganarse la vida! Una nómina es un salvoconducto.
La segunda posibilidad, la que es preocupante, es que estas personas, estos mentirosos, dediquen sus vidas a ello a cambio de nada: entonces, es para que analicemos qué ocurre. Porque en estos casos, los manipuladores creen ciegamente en lo que dicen. Y en ese caso, a mí me merecen un respeto. Piensan algo equivocado, pero lo hacen con nobleza. O con estupidez, tal vez. Pero de buena fe. Todos conocemos gente que defiende idioteces con un candor que es para darles un abrazo. Pienso en el militante de un partido –opuesto al mío, claro–, en un movimiento social, en el que lucha por una causa, en el que de verdad ama tanto a los toros que no cesa de dar la tabarra con abolir las corridas, etcétera, etcétera.
A partir de que el suyo es un convencimiento noble, hay que aceptar su acción apostólica: si uno cree que tal o cual cosa es verdad, si uno está convencido de ello, ¿qué más honesto y altruista que intentar compartir esa luz con los demás? Incluso podríamos decir que es un gesto humano: «no quiero guardarme esto para mí»; «yo os ayudaré a ver la luz y la verdad»; «tengo la solución para nuestros males y la quiero compartir».
A mí, durante años, me persiguieron los integrantes de una secta con la intención de que me hiciera miembro. Al final, terminé por sentir cariño por ellos, al menos por los inocentes. Porque allí había gente noble, bien dispuesta, que creía en aquello. Siempre sospeché que había de los otros, pero nunca los llegué a descubrir.
Yo sobre todo siento esta pena con los radicales políticos: no es lo mismo defender la igualdad cuando fuera te espera el coche oficial que cuando se es un muerto de hambre; lo primero merece repulsa y condena, lo segundo conmiseración. Aún quedan algunos cubanos, ciertamente muy pocos, que defienden aquel disparate. ¿Cómo explicarlo? Pues sí, hay ocasiones en las que uno se ha implicado tan profundamente, durante tantos años, con una causa, que después ni ellos se imaginan dando un giro radical. El personaje los engulle. Ya no hay marcha atrás.
Todos cambiamos, todos evolucionamos: si usted se mira en el pasado, probablemente tenía ideas diferentes. ¿Aquellas o estas son las falsas? Mi yo pasado hubiese dicho una cosa; el de hoy, otra. ¡Qué hacemos! ¿A cuál echamos a la pira? Porque esa es otra: si usted se hubiera opuesto a la quema de brujas en su momento, habría sido un hereje; si hoy llega a defender la Inquisición, busque un psiquiátrico. Pero entre ambas posturas solo ha pasado tiempo. Lo mismo, no tenga ninguna duda, va a pasar entre lo que pensamos hoy y lo que vamos a pensar en cien años. Lo que les ocurre ahora a los ‘progres’ con el armamento. ¿No nos pasa con las ideas incendiarias de los abuelos, en casa, que chirrían por todo? Los aceptamos porque son familia, pero qué caducos se han quedado.
Entonces ¿cómo justificamos esta desproporcionada dureza de hoy contra los engañados, los equivocados, los manipuladores? ¿Solo porque nos da placer pensar que estamos en el lado correcto de la historia? ¡Vaya cinismo!