La soledad de la sed

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Cada humano, si ha vivido años, ha conocido ingresos en hospitales y ha experimentado lo que es estar desazonado en silencio y lo que pesa la soledad del propio cuerpo en una noche de insomnio largo en cama. La única compañía es la de tu cuerpo solo. Como si uno fuera, en su oscuridad y su aislamiento, carne muda y solitaria. «Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!» («Los heraldos negros», César Vallejo, 1918).

De las «Siete palabras de Jesús en la cruz» siempre me inquietó la quinta. Las cuatro primeras contenían la presencia de otros, como la de su madre o la del ladrón arrepentido; las dos siguientes también contienen presencia, aquellos por los que se desvivió o la de quien en cuyos brazos se va a echar. Pero en la quinta palabra pronunciada por Jesús desde la cruz no hay más compañía que la soledad de la propia sed.

En «Solo le pido a Dios», Mercedes Sosa suplica «que la reseca muerte no me encuentre vacía y sola». Quisiera que, en la cruz del final de mi amigo ahora manifiestamente agónico, su última palabra no fuera un monólogo de su cuerpo consigo mismo, sino la respuesta a una presencia amable en la cual su persona –vacía quizá, pero no sola– pudiera echarse a sus brazos. No va a tener final desesperado quien vaya a finalizar abrazado.