Si algo ha caracterizado al impuesto sobre estancias turísticas, más conocido como ecotasa, desde que se planteara su establecimiento en el año 2001 ha sido su belicosidad. El primer Govern de izquierdas en Illes Balears, con Xisco Antich, necesitaba diferenciarse de los anteriores del PP con sus banderas: la ecologista y la de su combatividad a la ‘permisibilidad’ hacia el sector hotelero; así nació la ecotasa, que les permitía ondear ambas.
Para convencernos de las bondades de crear un nuevo impuesto, argumentaban que sería un instrumento para compensar ‘el desgaste excesivo de nuestros recursos territoriales y medioambientales’ de la actividad turística, mediante el pago por los turistas en los alojamientos turísticos de un tributo de carácter finalista para adquirir espacios naturales y patrimoniales, rehabilitar zonas turísticas, revitalizar agricultura…

LA OPOSICIÓN DEL PP a esta exacción –y naturalmente de los hoteleros– se basaba en un argumento de peso: con las cosas de comer no se juega; comprometiéndose a su eliminación si ganaba las elecciones, como ocurrió en 2003.
Tras una etapa prolongada de olvidanza se recuperó en 2016 por Francina Armengol, con resistencia de ‘baja intensidad’ tanto hotelera, más interesados en restringir el alquiler turístico, como de los partidos de la oposición de centro derecha, seguramente porque se había normalizado su cobro en varias ciudades europeas.
El debate y crítica se ha ido centrando en el destino de esos fondos recaudados, dada la pluralidad de fines en esta segunda etapa, donde ya es muy pretencioso llamarle ecotasa tras financiar conciertos o, como se está tramitando, ampliarla para los fijos discontinuos.
ESTA ‘PAX BALEARICA’ sobre el impuesto, al no existir en la actualidad ningún partido que plantee su derogación en Balears –en otras zonas de España PP y Vox mantienen una oposición firme a este– permite abrir otros debates, una vez que ha abandonado su espíritu originario del 2001.
Este cobro de un tributo a los turistas por su alojamiento tiene mayor sentido que se destine a mejorar la financiación de los servicios que prestan los ayuntamientos y sus infraestructuras, a reforzar por la actividad turística, asumidos exclusivamente por los residentes –analice un presupuesto municipal–, más que a financiar iniciativas autonómicas que ya cuentan con la cesión significativa del IVA que pagan los viajeros.
En nuestro país se han establecido dos vías para ello: recargo municipal sobre el impuesto autonómico –Catalunya–; una tasa como ha aprobado recientemente el ayuntamiento canario de Mogán. Es más sólido, en técnica hacendística, utilizar la figura tributaria del impuesto –a aprobar por parlamentos–, y no el establecimiento de una tasa mediante ordenanza fiscal, con un hecho imponible muy forzado –el TSJ de Canarias ha suspendido temporalmente su aplicación.
En lugar de tanto mareo en el destino, se debería reservar la recaudación de manera mayoritaria a los ayuntamientos, sin necesidad de establecer nuevos recargos como la vía catalana –que supondría de facto un aumento–, ni experimentar con la vía de Mogán por cuestiones técnicas.