La reciente propuesta del Partido Socialista de rebajar la edad legal para votar a los 16 años ha reabierto un debate de calado en nuestra sociedad: ¿debe la juventud tener voz política antes incluso de alcanzar la mayoría de edad legal? Como docente de secundaria, convivo a diario con adolescentes de entre 12 y 18 años. Los observo y los escucho. Desde esa experiencia, me atrevo a afirmar con firmeza: a los 16 años, la mayoría de nuestros alumnos no está preparada para asumir una responsabilidad tan seria como es el ejercicio del voto.
Los jóvenes de 16 años se hallan en una etapa vital caracterizada por la búsqueda de referentes, la necesidad de pertenencia y la exploración de límites. Es natural. En muchos casos, su pensamiento aún fluctúa según el grupo de amigos, las redes sociales o la última tendencia viral. No es que no tengan ideas políticas —al contrario, muchas veces se muestran idealistas, críticos, apasionados—, pero carecen, en la mayoría de los casos, de la formación, la perspectiva histórica y la experiencia vital necesarias para contextualizar sus opiniones dentro de un sistema democrático complejo. ¿No sería una temeridad depositar en manos tan jóvenes decisiones que afectan al conjunto de la ciudadanía?
Resulta paradójico —y preocupante— que se les quiera reconocer el derecho a elegir a sus representantes políticos sin haber alcanzado la edad mínima para conducir, consumir alcohol o firmar contratos de forma autónoma. La legislación española marca los 18 años como umbral simbólico de la mayoría de edad, es decir, el momento en que una persona se convierte, legal y civilmente, en responsable de sus actos. Rebajar esa edad solo en lo que conviene, como es el caso del voto, parece más un movimiento táctico que un compromiso sincero con la participación juvenil.
No podemos ignorar que esta iniciativa, impulsada por el PSOE, podría responder más a intereses partidistas que a un verdadero deseo de fortalecer la democracia. Numerosos estudios muestran que el voto joven tiende a inclinarse hacia opciones progresistas o rupturistas. Al ampliar el censo a ese grupo, el partido en el gobierno podría estar buscando una ventaja en las urnas más que una mejora real del sistema democrático. La política debe inspirar confianza, no suspicacia.
Como profesor, he comprobado que muchos alumnos de 16 años no comprenden aún las consecuencias reales de las decisiones políticas. No trabajan, no tributan, no han gestionado un presupuesto familiar ni se han enfrentado al coste de la vida adulta. No es culpa suya: simplemente, no han vivido aún lo suficiente como para valorar en profundidad propuestas sobre pensiones, política fiscal o relaciones internacionales. Votar no es solo un acto de voluntad: es, ante todo, una decisión informada y reflexiva, que exige comprender un sistema cuya complejidad desborda con creces el temario de cualquier asignatura de Educación para la Ciudadanía.
Si a esto sumamos la escasa formación política que reciben en las aulas, la falta de espacios de debate sereno y el bombardeo constante de mensajes simplistas en redes sociales, corremos el riesgo de transformar el voto en un gesto irreflexivo, más próximo al «me gusta» de Instagram que a un compromiso con el bien común. ¿Queremos realmente construir una democracia sólida a partir de decisiones tomadas sin la debida madurez?
Sin duda, creo firmemente en el poder transformador de la juventud. Trabajo cada día para que mis alumnos desarrollen su pensamiento crítico, su capacidad de análisis y su sensibilidad hacia los problemas del mundo. Pero también sé que el crecimiento necesita tiempo, y que las buenas intenciones no bastan si no están acompañadas de responsabilidad. En lugar de abrir las urnas a los 16 años, quizás deberíamos preguntarnos por qué tantos jóvenes de 18 o 20 años no acuden a votar, y trabajar para que la participación sea consciente, libre y verdaderamente comprometida, no simplemente precoz.