Pedro Sánchez, cohete de altos vuelos y marido de la Begoña — y presidente por insistencia y persistencia—, no es un político más. Es el político. No por sus ideas, que cambian como el tiempo en abril, sino por su capacidad sobrehumana para sobrevivir a todo: elecciones, mociones, pandemias, indultos, plagios y bochornos. Y cómo no, a Eurovisión.
Nos lo vendieron como el líder de la regeneración. Era joven, guapo y hablaba con esa seguridad de quien no ha entendido la pregunta, pero sabe que la respuesta es él. En este país, patria, estado o nación, donde confundimos carisma con competencia y físico con fiabilidad, eso fue suficiente. Y ahí sigue, pilotando el Falcon hacia los mundos de yupi.
Sus decisiones pueden provocar entusiasmo o arcadas, pero deben ser respetadas, porque así lo manda esa Constitución que todos juran cumplir con los dedos entrecruzados detrás.
Es cierto que miente. Y mucho. Con talento, sin rubor y hasta con estilo. Pero es un político, y para ellos mentir no es una falta, es un arte refinado. ¿O es que alguien sigue creyendo que se llega a la Moncloa recogiendo firmas y diciendo la verdad? Por favor, que esto es España. ¿Quién podría resistirse a embellecer la realidad cuando la verdad no da votos? Ambición no le falta. Y si su sed de poder parece insaciable, no lo culpen: es hijo de su tiempo, donde el poder no se conquista, se exhibe como quien presume de coche nuevo. Y si es eléctrico, mejor.
Valoremos a las personas como el algoritmo manda, no como quisiéramos. Pedro no es el presidente que España necesita, pero es el que nos hemos ganado en la tómbola.
¿Que su hermano ha salido bien parado? Posiblemente. ¿Que su esposa también? Presuntamente seguro. Pero ¿qué clase de desalmado no usaría el poder para beneficiar a su familia? Eso no es corrupción, es amor a la familia. El problema no es el nepotismo, es no tener familiares suficientemente capacitados.
Y qué decir de Yoli, su hada madrina, organizando peregrinaciones al Vaticano para que el Papa nos echara agua bendita, no vaya a ser que el CIS no alcance. Porque si algo demuestra que un gobierno es serio, es un selfi con Su Santidad. Lo humano se volvió divino y viceversa.
Y al final, como siempre, los tontos somos nosotros. Los que aún creemos que gobernar es servir, no servirse. Los que esperamos ética en vez de estética, hechos en lugar de eslóganes. Los que aún no entendimos que, en este país, patria, estado o nación, o como se diga, se premia al que promete y se olvida al que miente. Y Pedro, en eso, juega en otra liga. Una liga donde él reparte las cartas y los comodines.
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