¿Negará alguien que las mujeres han representado un apoyo sólido, eficaz y altruista en el mantenimiento y expansión de la Iglesia católica? ¿Negará alguien que no han recibido en cambio la consideración de que eran merecedoras, sino servidumbre y relegación a un segundo plano? Ahora que se está tomando conciencia de esta injusticia histórica parece que se las quiera contentar con migajas, cuando no se trata de premiar a una, sino de tomarse en serio a esa mitad del género humano que ha venido aportando tanto y ha recibido tan poco en todos los órdenes.
¡Cuántas tareas no habrán desempeñado las mujeres a favor de la Iglesia como religiosas, catequistas, voluntarias en servicios sociales, madres y abuelas que han sabido infundir en hijos y nietos una formación integral, que tomaba muy en serio la inclinación y sostenimiento de la fe, mucho más apreciable en ambientes descreídos o distanciados! Pero, observando cómo les pagaban esa dedicación, uno tiene la impresión de que el trato recibido se parece mucho más al que se daba antes a las criadas que no a unas colaboradoras dignas y entusiastas. ¿Cómo se ha podido llegar a estos extremos de inconsecuencia?
A mi juicio, porque en la Iglesia vivían inmersos en una serie de lacras que me temo que no han sido erradicadas por completo en nuestros días: el machismo y el clericalismo, por citar dos. El primero se hallaba enraizado en toda la sociedad y lastimosamente la Iglesia no se ha mantenido inmune a sus garras. El predominio y la supremacía de los varones han sido inmensos, como es bien sabido, en un ambiente en que la mujer contaba bien poco, casi nada. El segundo no ha estado menos extendido y aunque parezca mentira, no ha sido extirpado de raíz, a pesar del enorme esfuerzo realizado por numerosos individuos, incluso por parte de un sector apreciable de sacerdotes y religiosos. Creo que en ninguno de estos dos campos se camina por detrás del resto de la sociedad, pero aún así es mucho lo que se deberían esforzar todavía para eliminarlo.
Sin duda, la situación va cambiando en la buena dirección, pero a decir verdad si se dan pasos por el camino correcto no es tanto porque se haya tomado conciencia del error en que se incurría, sino por la presión social que ha dejado en evidencia comportamientos y actitudes que han sido usuales en otros tiempos, pero que chirrían en los nuestros. ¿Cómo entender a una Iglesia que, pionera en muchos aspectos, como en la defensa de los derechos humanos, no haya sido capaz de arriesgarse y dar un paso adelante en este campo? Enrocarse en actitudes sobrepasadas no conduce a ninguna parte y, sin embargo, algunos parecen adoptar posiciones de resistencia numantina, en las que será difícil arrancarles lo que deberían ofrecer de buen grado. Si se exige un cambio no es por ansia de poder ni de personalismo, sino reconocimiento de un servicio antiguo y continuado, que no ha decaído con el paso del tiempo: por el contrario, se ha vuelto más firme y se nota más por la defección del otro sector.
Quizá el punto más llamativo es la cuestión del diaconado. Ni es lo principal ni es urgente. Tal vez el día en que seamos capaces de superar esas lacras a las que antes aludíamos -el machismo y el clericalismo- estaremos en disposición de aceptar con naturalidad y hasta con entusiasmo unos signos concretos, en línea con la firme tendencia en el campo de la igualdad que los tiempos actuales nos han traído.