El viernes, el Teatre del Mar se llenó de poesía. Las butacas, repletas de espectadores. El aire lleno de palabras escritas hace años, aunque más vivas que nunca. No era solo una obra lo que se representaba allí, sino un acto de gratitud a Josep Maria Llompart, en el centenario de su nacimiento.
La pieza, titulada «Els mots que m’han abocat al poble», no fue una representación al uso. Fue una invocación a la voz de quien hizo de la palabra su morada y su trinchera. Con dramaturgia de Carme Planells y dirección de Pere Fullana, el espectáculo se deslizó con la precisión de la poesía bien dicha.
Carles Molinet y Toni Gomila no interpretaron: respiraron Llompart. Le prestaron sus cuerpos y sus acentos. Cada verso era una piedra viva, una raíz que se alzaba para hablarnos. Gomila, con esa voz de tierra y mar. Molinet, con su gesto contenido. Juntos tejieron una liturgia en la que el espectador no era mero testigo, sino cómplice de una herencia. Entre las palabras, la percusión de Bel Miquel. Ritmos que no acompañaba, sino que dialogaba con los poemas. Como si el poema. se hiciera música.
La sala, que Llompart hace tiempo presidió como fundador, permanecía en silencio. El tiempo se detuvo. Los asistentes comprendimos algo esencial: que hay palabras que no mueren. Hay hombres que siguen naciendo cada vez que se pronuncian las palabras que escribieron. Llompart fue, y sigue siendo, uno de ellos. Nosotros le seguimos, escuchándole. Llompart no solo escribió. Nos enseñó a mirar, a resistir, a amar este rincón del mundo que es más nuestro cuando lo nombramos con belleza. Anoche, en el Portitxol, quedó claro que su legado no se archiva, no se fosiliza, porque está vivo. Y mientras haya actores dispuestos a encarnar su palabra, músicos que la pulsen, espectadores que la sientan, lectores que la hagan suya… Llompart seguirá caminando con nosotros. Como un faro. Como un padre que nunca se fue del todo. El hombre de la barba cana y la voluntad indómita. El Maestro. El Poeta.