Levantando el velo

De San Agustín a León XIV: Una revolución silenciosa

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La reciente elección del Papa León XIV ha provocado en mí algo más que el habitual interés por el relevo pontificio. Ha encendido una verdadera tempestad en mi curiosidad espiritual e intelectual. ¿Quién es este hombre que ahora ocupa la cátedra de Pedro? ¿Cuál es su pensamiento? ¿Qué historia personal y eclesial lo ha llevado hasta aquí? ¿Qué Iglesia sueña para los tiempos que vivimos?

Estas preguntas no han sido solo retóricas. Han sido, para mí, el punto de partida de una búsqueda, de un trabajo de estudio y formación que he titulado «De San Agustín a León XIV». En él pretendo comprender —desde la fe y desde la razón— la hondura espiritual, la raíz teológica y la proyección pastoral del que ya muchos consideran un pontificado cargado de promesas… silenciosas, pero revolucionarias.

Papa León XIV saludando a la multitud (Foto CNS/Lola Gómez)

He compartido en este mismo diario una primera impresión sobre su figura, breves pinceladas que intentan captar la frescura y firmeza de sus primeros gestos. Pero lo que sigue es un análisis más amplio, centrado en sus intervenciones públicas —homilías, discursos, declaraciones— y organizado en torno a los grandes pilares que él mismo ha delineado: la paz, el amor, la espiritualidad evangélica, la inspiración de San Agustín y la defensa radical de la dignidad humana, desde la concepción hasta la muerte natural.

León XIV se ha presentado ante el mundo con un estilo propio y firme, pero sin rigidez, profundamente pastoral. En su primera homilía como Papa, afirmó con claridad: «La autoridad verdadera emana del amor, no del poder». Rechazó figurar como líder solitario y apostó por un liderazgo compartido, sinodal, atento a los desafíos globales como la violencia, la explotación, el miedo al diferente. Afirmó, inspirado en San Agustín, que el cristiano debe ser constructor de unidad y reconciliación.

EN SUS PRONUNCIAMIENTOS iniciales parece recoger lo mejor de los últimos pontificados: el ardor evangelizador de San Juan Pablo II, la claridad intelectual de Benedicto XVI y la cercanía misionera de Francisco. Pero con él, todo parece adquirir una tonalidad nueva, silenciosa pero radical, serena pero profética.

Uno de los elementos que encuentro más sugerentes de su pensamiento es la constante referencia a San Agustín. En su discurso al Colegio Cardenalicio citó al Obispo de Hipona: «Vivamos bien y los tiempos serán buenos. Nosotros somos los tiempos». No es una simple cita retórica, sino una llamada a la conversión personal y eclesial, a asumir que los tiempos nuevos comienzan en el corazón transformado por Dios.

León XIV insiste en una espiritualidad que parte del interior, de la escucha humilde de la Palabra, de la oración como fuente de discernimiento. En sus palabras se percibe un eco evangélico profundo: «Dios habla más en el murmullo de una brisa suave que en el estruendo del trueno», dijo, recordando el pasaje bíblico del encuentro de Elías con Dios en el Horeb.

Por otra parte, también uno de los ejes centrales de su mensaje es la defensa radical e innegociable de la dignidad humana. En sus primeros discursos ha reiterado que esta dignidad no puede ser definida por leyes, mayorías o conveniencias políticas: es anterior a todo sistema, porque es don de Dios.

«La vida debe ser protegida con el máximo cuidado desde la concepción», ha afirmado con claridad, denunciando el aborto, la eutanasia y toda forma de descarte de los más vulnerables. Pero esta defensa no es solo biológica o doctrinal: es integral. Se trata, como él mismo ha dicho, de resistir «la lógica del poder que excluye, explota o anula». Es aquí donde su mensaje conecta con los márgenes del mundo: los pobres, los migrantes, los ancianos solos, los enfermos olvidados, los niños por nacer.

Sé que es pronto para pronósticos definitivos. Pero hay signos que hablan por sí mismos.    Dichos signos conforman lo que yo llamo la «revolución silenciosa» de León XIV. Esta no busca grandes reformas estructurales, sino una renovación del corazón. Y eso, paradójicamente, es lo más transformador que puede suceder en la Iglesia.

León XIV no será un papa de titulares grandilocuentes. Pero sí de palabras que calan hondo. De momento no se apoya en carismas de masas, sino en una profundidad espiritual que interpela. Nos invita a vivir una fe menos ruidosa y más luminosa, menos ideológica y más evangélica. Me gusta.

COMO SAN AGUSTÍN, parece decirnos «que el alma de la Iglesia no es otra que el amor. Y que en tiempos de incertidumbre, solo la verdad que nace del amor podrá sostenernos». O, como él mismo lo ha expresado en uno de sus primeros mensajes: «Dios no impone, propone; no grita, susurra; no aplasta, acompaña».

A la espera de cómo se irá desarrollando su pontificado, lo que ya podemos afirmar es que León XIV ha empezado a escribir una página singular en la historia de la Iglesia. Y muchos, como yo, nos sentimos invitados a leerla con atención, a meditarla con el corazón… y a vivirla con compromiso.