Cada año igual. Llega Eurovisión, la gente se reúne en casa, hace palomitas de maiz y finge que el concurso no es político, que solo importa la música, el arte y el talento. Y luego se llevan las manos a la cabeza porque no entienden por qué aquel horror de canción de aquel país recibe un mogollón de puntos o que Israel quede tan arriba sin ponerse a pensar que eso es lo que más conviene.
Eurovisión no es más que un escaparate de intereses, alianzas diplomáticas, castigos velados y favores de doce puntos. Un espectáculo desfasado, donde la música sirve de excusa y el marketing manda, atrapado en una burbuja del siglo pasado. No resulta raro que Israel logre siempre un puesto alto. Su éxito no está basado únicamente en estribillos pegajosos. Existen intereses creados que juegan a su favor. Muy a menudo los que votan no solo eligen la mejor canción, sino que también tienen en cuenta sus propias conexiones o complicidad política. El voto popular existe pero el guion ya viene escrito con fuegos artificiales.
Eurovisión se convierte en un evento donde se manifiestan las tensiones y alianzas internacionales. Hay quienes simplemente lo ven como un espectáculo de mal gusto. Es cierto que en ocasiones ha sido un vehículo para la denuncia social. Algunos cantantes han utilizado esta plataforma para abordar temas como la paz, la igualdad y los derechos humanos. Algo que se diluye fácilmente entre el brillo de los trajes extravagantes y las actuaciones llamativas. La idea de imparcialidad es más un chiste que una realidad. No hay rasgos de inocencia. Únicamente queda una nostalgia kitsch que algunos pretenden disfrazar de pasión televisiva. Los que esperan música y sentido común ya han dejado de mirar. Sin embargo, mientras sigamos disfrutando del espectáculo con palomitas, es probable que poco o nada cambie porque a los que están por encima de todos eso no les parece oportuno.