La pereza argumental: el precio de no querer pensar

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Según lo veo, la pereza argumental es un síntoma de los tiempos modernos, en los que la inmediatez y la simplicidad a menudo desplazan a la reflexión y el análisis profundo. Desde la arena política hasta el debate sobre desafíos globales, como el cambio climático, el coste de no querer pensar se traduce en una ciudadanía menos crítica y, en última instancia, en una democracia más vulnerable. Hacer el esfuerzo de argumentar, de buscar fundamentos y de dialogar de manera constructiva, es un imperativo para sostener el conocimiento y, con él, una sociedad verdaderamente informada. En la vorágine diaria de titulares impactantes y opiniones sin filtros, pensar se ha convertido en un bien cada vez más escaso. El filósofo José Antonio Marina ha sido claro en señalar que estamos asistiendo al surgimiento de una «pereza argumental», tendencia que lleva a muchos a abandonar el esfuerzo de razonar y a conformarse con respuestas fáciles y superficiales.

La pereza argumental no implica falta de inteligencia, sino una elección consciente de evitar el trabajo mental que implica construir, analizar y defender ideas con fundamentos sólidos. En lugar de buscar argumentos bien articulados, muchas personas optan por repetir lo que escucharon, o por adherirse a eslóganes simples, sin tomarse el tiempo de investigar o contrastar diversas fuentes. Este fenómeno se refleja, por ejemplo, en el impacto de las redes sociales, donde una frase contundente o un meme viral pueden reinar por encima de debates profundos y razonados.
2 IMAGINEMOS el debate actual sobre el cambio climático. En los espacios digitales y en algunos titulares de prensa se suele plantear la cuestión en términos polarizados: «El cambio climático es una farsa» versus «El cambio climático es la gran amenaza de nuestro tiempo». Sin embargo, detrás de estas frases simplificadas hay una complejidad que merece un análisis cuidadoso de datos, estudios científicos y evaluaciones de riesgos. La pereza argumental se manifiesta cuando, en lugar de explorar las razones detrás de estas posturas, el público opta por adoptar la opinión que parece más cómoda o que coincide con sus creencias previas, sin cuestionarla.

Otro ejemplo se puede encontrar en el terreno político, donde los debates a menudo se reducen a consignas o eslóganes publicitarios. Imaginemos una campaña electoral en la que un candidato repite sin cesar frases hechas que apelan a emociones, sin ofrecer detalles o propuestas sustanciales. Los votantes, al enfrentar la complejidad de las políticas públicas, pueden sentirse abrumados por tanto tecnicismo y, como resultado, prefieren escuchar lo que suena reconfortante, aunque carezca de fundamento. Este escenario, comentado con cierta insistencia por Marina, es un claro reflejo de cómo la pereza argumental desincentiva el diálogo profundo y la reflexión crítica.

El peligro de dejarse llevar por la pereza argumental es doble. Por un lado, se pierde la oportunidad de construir una sociedad más informada y participativa, donde los ciudadanos sean capaces de discernir y debatir temas complejos. Por otro, se abre la puerta a la manipulación, ya que la falta de argumentos robustos facilita que quienes manejan el discurso puedan utilizar tácticas de persuasión emocional o propagación de información sesgada.
Volver a valorar el ejercicio de pensar y argumentar es, en palabras de Marina, una urgencia democrática. Implica recuperar ese hábito de no aceptar las ideas sin analizarlas, de buscar contrastes, de debatir respetuosamente y, sobre todo, de reconocer la complejidad del mundo que nos rodea.

LAS REDES SOCIALES favorecen esta pereza del pensamiento crítico que se ha asentado entre la sociedad y en especial entre los más jóvenes, los cuales dan por hecho y por válido todo aquello que les llega por las redes de la mano de sus «gurús», que cuantos más «likes» recaudan más razón creen que tienen.

Robert Francis Prevost antes de convertirse en el Papa León XIV, ya advirtió de esta profunda preocupación y dijo:

«¿Cómo podemos ayudar a las personas a desarrollar un pensamiento verdaderamente crítico? ¿Cómo hacerles comprender que no todo lo que escuchan o leen tiene el mismo valor ni la misma intención? ¿Cómo formarlas para que aprendan a discernir los mensajes que hay detrás de las palabras, a reconocer que cada discurso lleva implícito un propósito, y que ese propósito puede tener consecuencias profundas para el futuro de nuestra sociedad?».

Sólo cuando somos conscientes del poder de las ideas y del peso de los mensajes, podemos elegir con libertad y responsabilidad.