Paellas talladas en oro
Tuve el infortunio, infortunio afortunado, de zamparme las mejores paellas del mundo siendo muy joven, paellas esculpidas y talladas en oro en diversos lugares cercanos a la Albufera de Valencia, la de Blasco Ibáñez en «Cañas y barro», tales El Perelló, Sueca, Cullera o el Saler, por no hablar de las de mi abuela, que tenía un melonar en Silla y hacía paellas de orfebrería, como el salero de Cellini. Este conocimiento temprano de la perfección, claro está, pasa factura toda la vida, porque sabiendo cómo es una auténtica paella, no hay forma de confundirse ni te conformas con cualquier simulacro. De adulto y en los últimos 50 años, ya no volví a encontrar nada parecido en ningún sitio, y aunque yo mismo he confeccionado centenares de paellas, ni de milagro me acerqué a aquellos prodigios. Los comensales, educados, decían «muy buena esta paella», pero yo la miraba con lástima y el ceño fruncido, consciente del fracaso. Nada que ver con una que comí con mis hermanas en el Saler, hace mil años. Algunas, mías o ajenas, eran aceptables, pero tratándose de una paella, aceptable es peor que nada. A quién le interesa una paella aceptable. Es como decir un soneto aceptable, una amante aceptable, una obra de arte aceptable. Casi la estás insultando. De modo que desde el siglo pasado ya no como paella, nunca, y por supuesto he dejado de hacerlas. Que no y que no. Que la cague otro capullo, puesto que tampoco voy a comerla.
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