Michita

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Michita llegó a nuestras vidas por casualidad o por destino, que viene a ser lo mismo. En la escuela donde mi madre trabajaba en mayo de 2009, una gata había tenido una camada, pero desapareció, tal vez por un accidente. Algunos profesores se fueron llevando uno a uno los cachorros y mi madre eligió una bolita diminuta de apenas tres semanas que parecía todo menos robusta. Así empezó la historia de Michita. Una gata común europea con una elegancia natural, muy delgada, ágil y escurridiza como una sombra. Saltaba de estantería en estantería con precisión de cirujano y una ligereza de trapecista. Nunca se dejaba atrapar si no era porque ella quería. Adoraba a mi madre con toda su dignidad felina. A mí me toleraba, con cortesía distante al principio, hasta que, con el paso de los años, empezó a buscarme, a reclamarme comida y a dejarse acariciar sin huir a los pocos segundos. Poseía una personalidad fuerte, de esas que no se doblegan. Convivía con otro gato, Michito, también adorable y el doble de grande, pero era ella quien mandaba. Lo manejaba con arte y picardía, robándole el pienso y haciéndole otras diabluras. Era traviesa, lista, encantadora y una princesa de cuento de hadas. El verano pasado cayó desde un quinto piso como solo los gatos testarudos, curiosos y temerarios saben caer. Se rompió el fémur pero salió adelante porque Michita nunca se rendía. Pero el cuerpo tiene límites que ni los espíritus más fuertes logran esquivar. El hipertiroidismo le ganó la partida. Un día comía con apetito, al siguiente dejó de hacerlo completamente. De repente, nos miró, a mi madre y a mí, como diciendo: hasta aquí he llegado. Y se fue tranquila, sin aspavientos, como una princesa que sabe cuándo abandonar el salón. Michita fue una gata única y especial, que ha dejado en la casa de mi madre ese silencio raro que únicamente dejan las mascotas cuando ya no están.