Cada vez es más evidente: hay quienes temen a la democracia. No a su forma externa, sino a su esencia. Temen que la ciudadanía piense, se organice, vote con conciencia y reclame un sistema justo. Por eso promueven el miedo. Lo disfrazan de seguridad. Lo venden como orden. Y lo siembran a través de bulos, discursos de odio y enemigos inventados.
La Unión Europea ha sido ejemplo de esa deriva. Durante años ha priorizado la austeridad sobre la cohesión social, ha legitimado la precariedad laboral y ha relegado la política a un segundo plano, cediendo terreno a burócratas sin rostro y a poderes financieros sin control democrático. Hoy, en lugar de avanzar hacia una Europa de los pueblos, se multiplica el discurso tecnocrático, autoritario y ultranacionalista.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en «Cómo mueren las democracias», advierten que los sistemas democráticos ya no caen por golpes militares, sino por el vaciamiento de sus instituciones desde dentro. Es lo que vimos con Trump en EE.UU., y lo que reproducen cada vez más partidos de derecha y extrema derecha en Europa. El uso constante de la mentira, la descalificación y la polarización no es casual: busca debilitar la confianza pública y normalizar el autoritarismo.
En España, lo vivimos en primera persona. El nivel de crispación política que generan PP y Vox en el Congreso y en redes sociales no es fruto de la improvisación, sino de una estrategia bien medida. El lenguaje agresivo y el desprecio hacia el adversario forman parte de una campaña permanente para vaciar la democracia de contenido y reemplazar el debate por el espectáculo.
Esta derecha —fragmentada en matices, pero unida en objetivos— no propone un proyecto de país. Solo agita el miedo, el resentimiento y la nostalgia de un pasado autoritario. En este contexto, las amenazas a la democracia no son hipotéticas: están aquí y ahora, y se disfrazan de respetabilidad institucional.
El caso de la guerra en Ucrania es también ilustrativo. La respuesta europea ha sido ambigua y, en muchos casos, hipócrita. Se apela a principios que luego se contradicen en la práctica. Mientras tanto, se evita hablar de las causas de fondo: los errores geopolíticos tras la desintegración de la URSS, el incumplimiento de acuerdos, el afán expansionista de la OTAN y la incapacidad para construir una seguridad compartida. La verdadera amenaza no viene solo del exterior, sino de una democracia secuestrada por intereses económicos y militares.
La ultraderecha crece porque sus mensajes son simples y emocionales, mientras la izquierda institucional parece haber perdido la capacidad de conectar con la ciudadanía. Se ha burocratizado, se ha rendido al cortoplacismo y, en muchos casos, ha renunciado a un proyecto transformador. La socialdemocracia, en lugar de enfrentar al capital, ha optado por gestionarlo. Y así, el espacio de lo común se achica y la desigualdad avanza.
Estados Unidos ejemplifica esa deriva: un país donde para ser candidato se necesita una fortuna, donde la plutocracia controla el 90 por ciento de la riqueza, y donde la política se ha convertido en un mercado más. Trump no es una anomalía: es el síntoma de un sistema donde la oligarquía manda. Y esa oligarquía neoliberal tiene su espejo en Rusia. Cambian las banderas, pero no las prácticas: el poder económico se impone al interés común.
Noam Chomsky lleva décadas explicando esta lógica perversa. En textos como «El miedo a la democracia», «Mantener a raya a la chusma» o «¿Quién domina el mundo?», desarma con claridad el relato hegemónico y denuncia cómo el militarismo, la desigualdad y la manipulación mediática destruyen los pilares de una sociedad justa. Como dice Chomsky, el mundo está dividido entre una plutonomía —el gobierno de los ricos— y el resto. Y nosotros estamos en el resto.
Quizás no llegue a ver los grandes cambios que frenen el desastre climático, el consumismo sin límites o la desigualdad creciente. Pero me niego a aceptar la resignación. Creo en la solidaridad, en la fraternidad, en la memoria como herramienta política. Y creo que aún podemos defender la democracia real, esa que incomoda porque reparte, porque cuida, porque escucha.
Lo que está en juego no es el pasado, sino el futuro. No basta con recordar: hay que señalar con claridad a quienes permiten —y promueven— la destrucción. Porque si no mantenemos viva la memoria, otros escribirán la historia a su manera. Y entonces sí que será demasiado tarde.