Una nueva era

El llanto que debería detener la barbarie

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Lloró. En su turno de intervención, entre trajes y micrófonos, el representante permanente de Palestina en la ONU, Riyad Mansour, rompió a llorar. No fue un gesto político, ni una puesta en escena. Fue el quiebre de un ser humano. Fue el desgarro de alguien que ya no pudo seguir hablando de la muerte sin que el cuerpo se le quebrara. Lloró porque ya no hay palabras, porque lo indecible ha pasado a ser cotidiano. Porque en Gaza no queda casi nada que no haya sido bombardeado, roto, aplastado… ni siquiera las lágrimas.

Y sin embargo, seguimos.

Seguimos comiendo. Vemos esa escena —el hombre que llora entre banderas— y un segundo después estamos frente a un plato caliente, picando pan, tal vez incluso quejándonos del día. Seguimos mirando el telediario hasta que llega la publicidad: relojes suizos, coches que giran en cámara lenta sobre carreteras perfectas, colonias que prometen sensualidad, éxito, poder. Y cambiamos de canal. A un programa donde se grita por tonterías, donde se juega a la fama como quien juega con monedas en una tragaperras. Seguimos. Aletargados. Dormidos.

El horror de Gaza —niños bajo escombros, hospitales sin electricidad, madres que abrazan cadáveres diminutos— se ha convertido en fondo de pantalla de nuestra existencia digital. Lo vemos. Lo escuchamos. Y después lo olvidamos, o al menos lo apartamos con la destreza que da la costumbre. ¿Qué nos ha pasado? ¿En qué momento el dolor ajeno dejó de dolernos?
Hemos aprendido a convivir con el infierno… siempre que no nos queme a nosotros.

Vivimos en el mismo globo terráqueo. Bajo el mismo cielo. Compartimos el aire, aunque unos lo respiran entre flores y otros entre gases tóxicos. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede haber tanta distancia en un mundo tan pequeño?

Tal vez el llanto del representante palestino no sea solo el de su pueblo. Quizás, sin saberlo, lloró por todos nosotros. Por la humanidad entera, que se ha extraviado entre cifras, pantallas y rutinas. Que ha dejado de mirar con el alma. Que ha permitido que las masacres se conviertan en ruido de fondo.

Quizás aún estemos a tiempo.

Tal vez ese llanto sea el último grito que nos despierte, aunque tristemente, no lo creo.