Es costumbre, al menos en mi tierra salmantina, que aquellas jóvenes próximas a casarse, con el fin de asegurarse un día soleado, acudan con una ofrenda al convento de Santa Clara, concretamente huevos –cuantas más docenas, más sol-. Las buenas monjas clarisas, que deben de tener algún trato de favor con Dios, o un buen enlace con la Aemet, te garantizan, sin contrato escrito, un buen día. Las novias obtienen esperanzas y ellas unos huevos con los que harán ricos dulces para poder mantener el vetusto convento siempre necesitado. Dios las bendiga.
Ese mismo material de ofrenda, pero de otra naturaleza, debió de ser lo que tuvieron que echar aquellos jóvenes que, escalera en mano, decidieron asaltar aquella noche de finales de enero de 1748 los muros del huerto del convento de Santa Clara en Ciutadella. Tenían alguna experiencia en combate –poca, pues eran jóvenes- y no era valor precisamente lo que les faltaba ante un posible enfrentamiento físico. Lo que asustaba a los Tenientes George Kelly y Robert Schaac era otra cosa, la reacción de un pueblo encerrado en la involución.
El Tratado de Utrech que garantiza libertad para la práctica de la religión católica, obliga a reconocer a la Reina de Inglaterra –cabeza de la iglesia anglicana- como legítima soberana. El Gobernador Kane, que no tenía potestad alguna en asuntos religiosos, alegando necesidades de orden público, se inmiscuyó sobremanera en ellos. Prohíbe a los religiosos de la isla relacionarse con los de fuera –Menorca dependía del Obispado de Mallorca-, además de otras imposiciones mal asumidas por el estamento religioso, lo que convirtió a este en un elemento desestabilizador considerando la influencia que ejercía sobre la población ¡Malditos herejes! Se decía desde el púlpito. Nadie quería conflictos, pero el amor tiene sus leyes que no obedece a leyes.
La guarnición británica destinada en Ciutadella, no ofrecía muchos entretenimientos ni cultural ni lúdico ni deportivo –el futbol no era aún muy popular-. El caso fue que estos jóvenes oficiales hicieron una visita al convento de Santa Clara. Aunque la tradición habla de jardín –suena más romántico- la escena ocurrió en el huerto, las monjas daban mejor uso a las verduras que a las flores, además de que el jardín es interior y el huerto con su muro daba al campo. Paseando por el huerto se encuentran con unas jóvenes novicias, ellas sabían tanto inglés como ellos español, nada, pero las miradas los gestos y algunas medias palabras bastaban para comunicar corazones y pasiones. Para ellas, que desde niñas no conocían más mundo que el interior del convento, aquellos jóvenes de vistosos uniformes, de pálida faz y sonrosados mofletes – es que los estoy viendo- debieron de parecerles unos ángeles salvadores, salvadores de su forzado encierro. En aquel tiempo y lugar, a las hijas de las familias pudientes, con el fin de ahorrarse la dote de una posible boda, los padres –con vocación o sin ella- las ingresaban –encerraban- en el convento como novicias desde niñas.
Y allí mismo, entre frutales y tomateras, como mariposas revolotearon las promesas y compromisos. Me rescatas y te amaré, te libero y te desposaré. Dicho y hecho, ¡Valor compadre, a ello! –a ellas, en este caso-. Al amparo de la noche se deslizan por las calles llevando la escalera –para haberlos visto-, pasan al interior del huerto donde ellas les esperaban y ¡Sorpresa!, donde había dos ahora hay tres novicias, se viene también, dijeron, por un momento se duda; ¡Sin pegas¡ se dicen, ¿será por oficiales solteros? –le encontraron novio sobre la marcha.
Refugiadas y escondidas en casa del Teniente Kelly, envían carta al Gobernador Blakeney –supongo que redactada por ellos- relatando su «rescate» y poniéndose bajo su protección. La protesta de la iglesia no se hizo esperar, exigen la devolución de las novicias y el castigo a los oficiales por rapto. Siendo voluntaria la salida del convento no veo rapto alguno, contesta Blakeney, los oficiales se han limitado a dar amparo al auxilio pedido por las jóvenes. Su Majestad el Rey no negará protección a sus súbditos cuando así se lo solicitan, ¡No hay más que tratar! Aun hubo un intento «chusco» por parte de una de las familias, de llevarse por la fuerza a una de ellas, vano esfuerzo.
Ellos, caballeros, cumplieron su palabra y las desposaron al poco ¡A las tres! El tercer afortunado fue el Teniente Cristopher French. Poco después, con el relevo de la guarnición, las tres parejas se marcharon para instalarse en Inglaterra.
Margarita Gomila, Margarita Sintas y Margarita Alberti, se llamaban. Hace unos años, descendientes de una de ellas se personaron en Menorca en busca de sus raíces. Las raíces estaban en el huerto, bajo el cemento del aparcamiento, ¡Si es que ya no hay romanticismo!