Bajo capa de periodismo

TW

Hubo un tiempo en que estaba claro quién era periodista profesional y quién era un aficionado que se había acercado a los medios. A estas alturas estamos viendo hasta qué punto la situación se ha vuelto tan opaca que cualquier listillo o indocumentado puede presentarse ante el público o las autoridades como lo que no es y de esta manera obtener unos beneficios (del tipo que sean) más cercanos a la ilicitud que al servicio al que estamos abocados.

En el campo militar o en el político siempre han aflorado una serie de individuos que han asegurado realizar un trabajo para la prensa y que a la corta o a lo larga se ha descubierto que la realidad estaba lejos de la apariencia con que se presentaban. Naturalmente este engaño ha perjudicado a los compañeros que eran fieles a los principios éticos que les habían inculcado. Las guerras han ofrecido un buen elenco de periodistas que desarrollaron su oficio de espías con más o menos habilidad: alguno fue fusilado al ser descubierta tal condición y muchos otros han sufrido las consecuencias de la desconfianza que hacia el conjunto desarrollaban los militares. Aunque no hay tantos periodistas que ejercen de espías como espías que se hacen pasar por periodistas para conseguir sus fines, convencidos de que esa capa lo tapará todo. Ahí está el español Pablo González, detenido en Polonia y canjeado bajo la protección de Moscú.

Son casos extremos, sin lugar a dudas, pero no deja de ser una desviación el caso de los compañeros que se aprovechan de la información privilegiada que pueden obtener para ponerla a disposición de un partido o de un político. En las redacciones trasciende en ocasiones la actitud deshonesta de quien se ha dejado «untar» (por conveniencia, ideología o dinero) para actuar con esta doblez. Supone un desprestigio personal, que no siempre acaban pagando, pero lo grave es que arroja dudas y sospechas sobre colegas, jefes y el propio medio.   

Otro daño inmisericorde a la profesión lo constituye el revoltijo que se forma entre periodismo y espectáculo. Cualquier graciosillo aparenta ser comunicador, sin ofrecer información, sino entretenimiento o chacota, que puede ser muy celebrada y estar basada en hechos de actualidad, pero el trabajo de la prensa, la radio o la televisión se sitúa en un plano muy diferente y la gente debería identificarlo. Ya nos hemos acostumbrado a presenciar la supuesta entrevista de quien se apoya en el humor o en la provocación para aparentar lo que no es. Tiene su lugar, claro está, pero eso no es lo que una persona formada puede entender por periodismo.

Los informadores habituales del Parlamento han protestado vivamente días pasados por la aceptación de este atributo a quien es evidente que no representa a un medio y que persigue fines poco honestos. No siempre resulta fácil acertar con esta distinción, pero en algunos casos está claro que ciertos personajillos jamás deberían haber recibido la acreditación correspondiente.

La última patochada en este terreno nos la ha ofrecido una señora de la que pocos saben si entraba o salía de la sede del partido socialista. No basta alardear de su inmersión en la prensa y de estar investigando cuestiones delicadas, porque eso no es sino una tapadera para tareas inconfesables, sobre todo si se negocia información que se pagaría con trato de favor ante los tribunales. Un periodista ni compra ni vende material noticiable: su arte estriba en conocer antes que nadie las noticias que alguien se empeña en ocultar, cuando por su trascendencia deben ser de dominio público.