Un día escuché: «Los pueblos no se entienden por falta de idiomas, sino por exceso de prejuicios».
El viernes, millones de musulmanes en el mundo –incluyendo a decenas de miles que caminan por las mismas aceras que usted y yo en nuestras ciudades aparentemente laicas y europeas– celebraron Eid Al-Adha, una de las fiestas mayores del calendario islámico. Y como ocurre cada año, a este evento lo envolvemos en la bruma del desconocimiento, del juicio apresurado y de la pereza cultural.
Lo fácil sería hablar del cordero. De la sangre. De la escena primitiva que imaginamos sin entender.
Lo cómodo es reducir lo ajeno a lo exótico. Del japonés nos quedamos con el sushi; del indio, la vaca sagrada; del chino, el dragón festivo. Postales decorativas, sin contexto, sin historia, sin alma.
Pero Eid Al-Adha no es una postal. Es una puerta. Una que lleva, si uno se atreve a cruzarla, hacia una de las enseñanzas más universales del alma humana: el sacrificio consciente.
El sacrificio del cordero no es un acto de violencia ritual. Es un espejo. Uno que nos obliga a mirar de frente los demonios que solemos disimular con perfumes de consumo, éxito y apariencias. La ofrenda no es el animal. La ofrenda, en su esencia, es el ego. La arrogancia. El deseo de control. La codicia. La lucha interna por renunciar a todo lo que nos aleja del otro. Del necesitado. De lo divino.
Inspirados por la figura de Abraham –sí, el mismo patriarca que veneran judíos, cristianos y musulmanes– los fieles se embarcan en un acto simbólico que debería interpelarnos a todos: ¿qué estamos dispuestos a dejar atrás por el bien de algo mayor? ¿Qué parte de nosotros estamos dispuestos a sacrificar para vivir con más compasión, más humildad?
La ignorancia ha dejado de ser un problema cultural. Se ha convertido en un espectáculo. En el escenario occidental, juzgamos el Eid como juzgamos el Ramadán: preguntando cada año si «no pueden ni beber agua» como quien examina a un marciano.
Mientras tanto, en los márgenes del teatro, en Gaza, en Yemen, en Myanmar, en barrios periféricos de nuestras ciudades invisibles, los fieles celebran esta fiesta no con fuegos artificiales ni mesas colmadas, sino con la solemnidad de quien sabe que obedecer no es arrodillarse, sino levantarse con dignidad.
En países donde la ley impide sacrificar animales según los ritos religiosos –por desconocimiento o desinterés– la comunidad busca campos, alternativas, hasta gestos simbólicos. ¿No es eso, también, una forma de sacrificio?
Tal vez mañana no lo sepa, pero el vecino con quien comparte el ascensor, la médica que le sonríe en el hospital o el joven que le prepara el pan en la panadería , estarán celebrando el día más interreligioso del calendario humano.
Eid Al-Adha nace de una historia común, anterior al Corán, anterior incluso a nuestra arrogancia civilizatoria. Es una historia sobre fe, obediencia, humanidad. «Pero si no miramos, si no preguntamos, si no abrimos el corazón y el pensamiento, sólo oiremos el ruido sin entender hacia dónde caminamos.»
Mañana se celebra Eid Al-Adha. Pregunte. Escuche. Aprenda. Quizás descubra que el verdadero sacrificio es dejar atrás nuestros prejuicios.