Estoy firmemente a favor de la libertad de expresión y de la profundización democrática en todos los medios y redes sociales, aun cuando eso implique exponerse a insultos, falsedades o bulos. Lo he sufrido. Sin embargo, no podemos aceptar que ciertos individuos se oculten tras el anonimato para atacar impunemente. Esta práctica, desgraciadamente, tiene precedentes oscuros en la historia: fue empleada por fascistas y nazis en los años 20 y 30 del siglo pasado, y también en España, incluso después del inicio del proceso democrático.
Es necesario avanzar hacia una legislación clara que proteja la libertad de expresión —sin recortes ni censura—, pero que también exija transparencia. Solo así los ciudadanos podrán identificar el origen de ciertas maniobras que, amparándose en la libertad, buscan socavar al adversario desde las sombras.
No podemos ignorar que el resurgimiento de discursos autoritarios, populistas y excluyentes tiene raíces profundas en el neoliberalismo. Enzo Traverso ya nos advertía: «El fascismo está de regreso», y proponía un nuevo término: posfascismo. Las señales están ahí, y urge prestarles atención.
Como escritor habitual en medios, y particularmente activo en redes sociales, denuncio con frecuencia situaciones que perpetúan la precariedad laboral y los bajos salarios. Es indignante ver cómo gobiernos priorizan el rescate de bancos con dinero público, mientras se recortan servicios esenciales para la ciudadanía.
Mis críticas se dirigen, en gran parte, a la derecha —ya sea ultraconservadora, nacionalista o liberal—, por sostener un modelo autoritario, centralista, contrario a los derechos sociales y económicos, la memoria histórica, los migrantes y el colectivo LGTBI. Privatizan servicios públicos y perpetúan desigualdades que la democracia debería corregir.
Me preocupa, especialmente, el tono y las estrategias del Partido Popular. Sus portavoces y dirigentes han optado por realimentarse de los discursos de Vox y de la ultraderecha internacional, renunciando al debate constructivo y adoptando una actitud furiosa que demuestra la falta de un verdadero proyecto democrático.
La izquierda, por su parte, debe avanzar en un proceso de regeneración que no dependa de los ciclos electorales. Necesita volver a la calle, escuchar, incluir, y defender los derechos de las mujeres, los migrantes y de toda la mayoría social vulnerable. Si no lo hace, no debe extrañarse del avance de la ultraderecha entre los sectores más castigados.
También urge debatir sobre la profesionalización de la política. Hoy parece más una carrera que una vocación. La política profesionalizada frena la cultura transformadora y crea una clase política alejada de la vida civil. Los partidos han dejado de ser espacios de formación y comunidad para convertirse en estructuras dominadas por burócratas y cargos internos. Las bases han perdido protagonismo, y con ellas, la capacidad de conectar con la ciudadanía.
La desconfianza hacia los partidos comenzó a fraguarse hace décadas, con escándalos como el 11-M y las mentiras de Aznar, la guerra de Irak o la corrupción sistémica en varias formaciones. Basta con repasar casos como los de Pujol, el rey emérito, o los muchos informes sobre despilfarros autonómicos para entender esta erosión de la confianza pública. Jaume Muñoz Jofre lo resume en su libro «La España corrupta», una lectura imprescindible.
Hoy la política se juega en el campo mediático, en las redes sociales, y a menudo en el terreno del bulo y la desinformación. Ya no son los mítines, panfletos o debates ciudadanos los que dominan la escena, sino los mensajes virales, breves y personalizados. Este nuevo ecosistema aún no ha mostrado cómo reaccionará ante decisiones que afecten derechos fundamentales, la vivienda o la paz.
En este contexto, muchos se escudan en el anonimato para lanzar ataques. Lo hacen desde la miseria y la ignorancia. Pero tenemos la posibilidad de responder con argumentos, desde la razón. A quienes piensan que llamar «comunista» a alguien es un insulto, les aclaro: no lo es. Es una identidad que asumo con plena conciencia de clase, la misma que me llevó a militar en el PCE, y que aún hoy me lleva a creer en el socialismo como una alternativa de justicia y dignidad. ¿Acaso este sistema en descomposición durará un siglo más? ¿Cuál será la alternativa para salvar al planeta?
Los partidos que nacieron para defender a los trabajadores y a los sectores vulnerables no deben olvidar su razón de ser. Sin conciencia de clase, no habría habido partidos de masas. Hoy esa conciencia parece disuelta, y el poder de decisión está en manos de tecnócratas.
Pues bien, que empiecen a pensar cómo recoger las miserias. Pero que asuman que la derecha no cree en la democracia, solo desea el poder. ¿Y la izquierda?