Por un momento algún incauto llegó a preguntarse si el presidente presentaría su dimisión ayer mismo, ahogado por la basura corrupta que le rodea en la cúpula del partido socialista que aún le rinde pleitesía en una adhesión que se comprende por lo que todos tienen en juego, lo mismo que sucede con sus socios de gobierno.
Pedro Sánchez compareció por la tarde después de mes y medio sin manifestarse sobre el creciente lodazal, cutre y ramplón, en el que zozobra, ese en el que navegan esposa, hermano, el fiscal general o una periodista fontanera. Lo hizo para decir que desconocía por completo lo que hacía su mano derecha, el fiel escudero Santos Cerdán que fue quien le compró los votos de Puigdemont en Bruselas a cambio de la amnistía.
Condenó al secretario de organización del partido, también diputado, como único responsable del enésimo escándalo, por cobrar comisiones en adjudicaciones de obra pública, de acuerdo con Koldo y Ábalos, si es que la trama no revela más implicados.
En un ejercicio de cinismo pidió perdón a la ciudadanía por no conocer al personaje que tenía al lado, se refirió a sus propias imperfecciones y tuvo el descaro de proclamar que esta situación no supone ninguna crisis de su gobierno.
Cuando se fajaba en los debates con Mariano Rajoy para llegar al poder, Sánchez llegó a llamarle indecente en un cara a cara televisivo. Corría el año 2015 y para entonces, como ha destapado el informe de la Guardia Civil, el mismo Santos Cerdán ya había amañado las urnas para que Pedro fuera elegido secretario general de su partido.
Transcurrido un decenio, el panorama no puede ser más desolador porque el mismo argumento que le encumbró, la moción de censura por la corrupción del Partido Popular, es el que acabará echándole de la Moncloa. Lo hará tarde porque pretende resistir hasta las próximas elecciones si sus socios no le dejan caer antes, pero entonces el daño que le va a hacer a su partido puede ser irreparable.