Rostislav Filippenko muestra la nevera donde tiene material oncológico para el cáncer de mama. | Gervasio Sánchez

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Rostislav Filippenko, de 32 años, había regresado a Járkiv, su ciudad natal, para escribir la tesis magistral de fin de su maestría en Matemáticas y Aplicaciones en la casa de sus abuelos al sur de la ciudad, un lugar ideal para «pensar y meditar al calor de la chimenea». Unos ruidos infrecuentes le despertaron la noche del 24 de febrero de un sueño profundo. Se quitó los tapones con los que duerme todas las noches y «creí que fuera había unos gamberros que se divertían tirando petardos».

La onda expansiva de una nueva explosión le hizo saltar de la cama y al salir al jardín vio las estelas de los misiles que iban directamente a estrellarse contra el aeródromo militar de Chuguin. Lo primero que pensó es que «se acabó mi tesis magistral y la meditación». Estuvo tres o cuatro días sin saber cómo actuar porque «nunca pensé que estaría en mitad de una guerra y en una ciudad asediada». Tampoco se sentía útil y no tenía un oficio que sirviera de mucho cuando se produce una agresión exterior. «Cae un misil y te parece que estás en el infierno. Después cae el segundo, el tercero y pronto te acostumbras a la rutina. Es, entonces, cuando empieza el daño psicológico», reflexiona ocho meses y medio después.

Ese primer mismo día se podría haber marchado fuera de Ucrania porque tiene pasaporte español. Volver al país donde ha vivido una gran parte de su vida en casi todas las comunidades autónomas menos Asturias y La Rioja. Pero no quería separarse de su madre, su tía y su abuela y tampoco hubiera conseguido convencerlas de que se marchasen con él a España. Una amiga de Madrid le escribió para preguntarle cómo estaba y si necesitaba ayuda. Le insistió en saber cuáles eran las necesidades principales de una ciudad bombardeada. «Me acerqué al hospital principal de la ciudad para hablar con el director y recibí con asombro una lista con de más de cien productos agotados, muchos de ellos básicos como vendas, gasas, material primario en general», recuerda.

Rostislav Filippenko observa como dos de sus trabajadoras preparan la entrega del día siguiente

Hizo pública la lista en España por diferentes vías y poco después un grupo de amigos de Madrid empezó a recibir donaciones que trasladaron a un almacén de Alcalá de Henares de una asociación ucraniana en la que él había dado clases gratuitas de matemáticas y física a alumnos de la ESO y bachillerato durante dos años.

El 8 de marzo, dos semanas después de iniciarse la invasión rusa, viajó a Leópolis, la ciudad más importante al oeste de Ucrania, y se quedó de piedra cuando supo que habían llegado 30 toneladas de material médico en tres camiones. «Viajé en la cabina en uno de ellos llevando a mi lado toda la morfina que habían mandado para evitar que alguien se la quedase por el camino», relata. Ya se estaba desviando ayuda humanitaria al mercado negro y había donaciones de medicamentos que se vendían en las farmacias.

La historia de Rostislav siempre fue un gran tobogán de emociones. A los siete años se trasladó a Valencia donde vivía su padre con su segunda mujer. Estudio la primaria en la ciudad mediterránea, regresó a Járkiv cuatro años después pensando en español y sin recordar el ruso, su lengua vernácula, que volvió a aprender gracias a su abuela y regresó de nuevo con 18 años a Valencia a estudiar en la Escuela Técnica Superior de Informática Aplicada tras acabar los estudios secundarios.

Abandonó los estudios universitarios pronto, se fue a Londres, trabajó de camarero y decidió estudiar Negociado Internacional en la universidad de Westminster tras superar un examen muy duro de inglés. Tampoco congenió con el ambiente académico y abandonó de nuevo los estudios. Después de trabajar en una compañía de cruceros durante ocho meses que le permitió desembarcar en muchos puertos internacionales, regresó a España y montó un empresa de turismo en Andalucía para rusos que llegaban de Rusia, Ucrania, Bielorrusia, los países bálticos con el objetivo de que «conocieran la esencia de la cultura andaluza y no se quedarán en la superficialidad».

El inicio del conflicto armado en abril de 2014 en el oriente de Ucrania y la adhesión rusa de Crimea provocó el desplome del rublo ante el dólar y el euro y su negocio se vino abajo. «Mi vida siempre está muy unida a Ucrania. Si mi país natal sufre, yo también sufro. Viví los peores años de mi vida», recuerda. La casualidad le hizo renacer. Un día una mujer ucraniana le preguntó en un transporte público si le podría dar clases de Matemáticas a su hija en Madrid. Este encuentro le supuso muchos clientes gracias al boca a boca y empezó a ganarse muy bien la vida. Y además decidió matricularse en el grado de Matemáticas de la Universidad Nacional de Educación a Distancia en 2016 y lo acabó en 2020 ya con 30 años.

Rostislav Filippenko se comunica por teléfono junto a otro de sus trabajadores.

El bombardeo del hospital regional oncológico de Járkiv le obligó a replantearse la distribución de una ayuda sanitaria más específica con la supervisión de especialistas. Con el oncólogo clínico Stanislav Polozov y el voluntario estadounidense Charles McBryde fundaron la organización humanitaria Misión Járkiv, cuyo presidente honorario es Ralph Elster, el teniente de alcalde de la ciudad alemana de Colonia, organizaron una web muy profesional e hicieron una campaña recaudatoria que les supuso un ingreso de 30.000 euros en dos meses, mucho más del dinero que se han gastado en trasladar más de 140 toneladas de material sanitario básico desde Leópolis hasta Járkiv desde el inicio de la guerra.

Su doble misión, anunciada en su página web, la han conseguido con creces: «organizar un suministro constante de productos farmacéuticos crónicos, anticancerígenos y complementarios en Ucrania y coordinar la evacuación eficiente de pacientes (unos cuarenta) para su tratamiento en clínicas de la UE, el Reino Unido y Estados Unidos». Han conseguido tener personal médico de confianza en todos los hospitales de Járkiv y distribuyen regularmente medicamentos en las aldeas de toda la región bombardeadas y ocupadas por las fuerzas rusas. El material es entregado individualizado a los beneficiarios o controlado hasta la última aspirina a los hospitales de Járkiv. Todo ello con 9 personas asalariadas que cobran sueldos entre 800 y 170 euros y una quincena de voluntarios, entre los que se encuentran los fundadores y responsables de la ONG.

El prestigio conseguido en apenas ocho meses de actividad ha permitido que Médicos Sin Fronteras haya entregado material oncológico, incluido un carísimo tratamiento contra el cáncer de mama, por un valor de 120.000 euros, para ser distribuidos en las áreas conflictivas por sus equipos de voluntarios.

Rostislav supervisa la remodelación de un refugio de unos sesenta metros cuadrados de un edificio construido en la época de la Unión Soviética, situado a tres metros de profundidad, donde van a funcionar cuatro cámaras frigoríficas que les permitan guardar una donación de muy importante de material oncológico, quimioterapia y terapia inmunológica realizada por una farmacéutica estadounidense muy conocida que empezará a llegar a Járkiv via Amsterdam a finales de este mes.

Las neveras tendrán todas las garantías de conservación y los estándares europeos que asegurarán la cadena de frío entre 2 y 8 grados centígrados con generadores autónomos cuando se vaya la luz. A la pregunta de si se siente más español que ucraniano responde con sencillez: «Tengo dos patrias, dos corazones y dos culturas. No soy divisible. Ahora soy más ucraniano porque me siento más útil aquí».