Foto de los estudiantes de primer curso del Instituto de Ivankiv. | Gervasio Sánchez

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A Polina se le cayó el pelo después de llorar durante días. A Eugenio el miedo le paralizó cuando vio al primer soldado ruso de las fuerzas ocupantes. A Valeria se le olvidó meter en la maleta las cosas más importantes de su vida cuando sus padres ordenaron la huida. A Alexander se le quitó las ganas de combatir cuando se preguntó qué podía hacer una pistola contra un tanque. A Anastasia se le vino el mundo encima cuando no pudo contactar con sus padres.

Todas estas personas tienen 15 y 16 años, son alumnos de Primer Bachillerato del Instituto de Ivankiv y recuerdan sus primeras sensaciones cuando los soldados rusos llegaron el 24 de febrero de 2022 por la noche a esta localidad de 10.500 habitantes, situada a 80 kilómetros al norte de Kiev, la capital ucraniana, y a 50 de Chernóbil, donde se produjo el mayor accidente nuclear de la historia.

Ni siquiera pueden ir a su instituto a estudiar porque carece de un refugio y utilizan otro local más protegido para dar sus clases presenciales muchas veces bajo el ulular de las sirenas que anuncian un bombardeo inminente. La mayoría se enteró de la invasión cuando los teléfonos de sus casas empezaron a sonar de madrugada coincidiendo con los movimientos militares de las fuerzas rusas en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia.

21 alumnos, once chicas y diez chicos, aceptaron conversar con el periodista extranjero sobre aquel aciago primer día. Los más optimistas como Eugenio pensaron que todo se iba a terminar en tres días y se fue a casa de un amigo a jugar cuando se enteró de que las clases se habían suspendido.

Polina decidió grabar clandestinamente todos los videos posibles «porque quería ser testigo de la historia que estaba viviendo en primera persona». Pero su primo le abroncó y se los borró de la memoria. Los soldados rusos revisaban a menudo los teléfonos y hubiera tenido problemas serios si la hubieran descubierto.

La joven también fue apuntando sus pensamientos más íntimos y traumáticos sobre el día a día. «Tras la ocupación -recuerda- los leí en voz alta ante mis abuelos y otros familiares y todos lloraron».

Maxim estaba en casa cuando empezaron los combates. «Nos tiramos al suelo y un proyectil se estrelló contra una de los muros exteriores sin causar víctimas», explicó. Otro día regresó a casa con las garrafas vacías cuando vio a cuatro soldados rusos que vigilaban un pozo de agua en la casa de unos vecinos. Su padre no lo creyó y se acercó al lugar. Los soldados le apuntaron con sus fusiles cargados y tuvo que levantar las manos atemorizado. «El ejército ucraniano siempre lucha escondido entre los árboles porque es muy cobarde», le dijo uno de los militares para humillarlo.

En el pueblo de Alina «los soldados rusos violaron a dos jóvenes». Polima recalcó que «los soldados rusos disparaban a todos los coches que atravesaban las líneas para recoger los cadáveres que se pudrían en las calles». Antes de huir destruyeron todos los puentes que rodean la localidad y plantaron minas hasta la frontera de Bielorrusia, a unas decenas de kilómetros. Alexander explicó que «algunos jóvenes fueron obligados a desnudarse para buscar tatuajes que los vinculasen a las unidades militares ucranianas que lucharon en el Dombás».

Todos vivieron el día de la retirada como una liberación. «Podíamos volver a estar conectados con el mundo civilizado», explicó Milena de 15 años, hija de un militar. Cuando se le preguntó por qué el ejército de Ucrania no dio la voz de alarma, contestó que «al menos mi padre se enteró a la misma hora que los tanques rusos atravesaban la frontera bielorrusa». «Evitaron una ola de pánico y una estampida generalizada que hubiera colapsado las carreteras hacía Kiev», aclaró Alina.

Todos los alumnos ven el futuro con mucho optimismo y patriotismo. «Crimea es nuestra, igual que el Dombás. Nuestro ejército recuperará todo el territorio perdido muy pronto», dijeron al unísono levantando la voz. Alexander aprovechó un repentino silencio para lanzar su propia petición en un mejorable español y rebautizar al tanque Leopard: «Mándenos más Leopardos, por favor».

En el subterráneo de local, adecuado para alojar a cien alumnos en caso de alarma aérea, Ludmila Protsik, profesora de literatura y lengua ucranianas, no se fue por las ramas a analizar el comportamiento de sus alumnos: «Ha bajado mucho el nivel de conocimiento durante este último año, ya lastrado por el impacto de la pandemia de la Covid19. Los estudiantes se distraen a menudo y no quieren tomarse los estudios en serio en medio de bombardeos y ruido de sirenas. Además, los cortes del sistema telefónico impide la regularidad de las clases en línea». Desde la dirección del instituto intentan que los padres envíen a los alumnos a clase. «Aquí están más seguros porque tenemos un refugio y se pueden defender de la soledad y la angustia», reflexionó Ludmila.

La psicóloga Olga Staravoit mostró su preocupación por «los sentimientos de miedo físico y mental ante la posibilidad de perder la vida, lo que me permite afirmar que algunos de los mayores están sufriendo estrés postraumático». El mal sueño y las pesadillas amargan las noches a los más pequeños.

«Cualquier ruido repentino como el de una alcantarilla u olor a quemado les recuerdan la ocupación», aseguró la psicóloga. El absentismo escolar se disparó en los últimos días coincidiendo con el primer aniversario. El propio ministerio de Educación aconsejó el fin de las clases presenciales en toda Ucrania hasta el próximo lunes horas después de este encuentro.

Olga reconoció que los propios psicólogos escolares no están preparados para solventar el impacto de la guerra en la salud mental de los alumnos. Ella misma ha tenido que hacer cursos a destajo para mejorar su percepción y detectar los problemas. «Después de la guerra necesitaremos entre 10 y 15 años para la normalización», afirmó Olga.

Los más pequeños parecen que no se enteran de la situación real que se vive en Ivankiv, con miles de personas dependiendo de la ayuda humanitaria. «Pero hacen preguntas sutiles que los mayores no podemos responder», explicó la psicóloga antes de contar el caso de una niña de seis años que maldecía a su madre: «¿Por qué tengo yo que vivir una guerra que tú no viviste?».

Existe una táctica terapéutica para ayudar a superar los miedos en los más pequeños. Se les pide que dibujen el lugar donde se sienten más seguros. Lo que normalmente hacen es presentar su casa, su familia, su jardín, su coche. «Pero en esta zona muchos niños han huido de casas destruidas y ya no disponen de ese lugar prioritario en su subconsciente», reflexionó. A la pregunta de qué dibujan entonces, Olga respondió: «Subterráneos o refugios».