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Aunque de pequeño había oído hablar mucho del Real Madrid de Di Stéfano o del Barça de Kubala (¿qué maravilla de las maravillas hubiera acontecido si hubieran jugado juntos en el Barça, el club que inicialmente fichó al argentino?), los equipos que más me hicieron disfrutar del fútbol en sus respectivas épocas fueron el Real Madrid de Butragueño y Michel (con dolorimiento culé, pero con inequívoca admiración futbolera), el Milán de Arrigo Sacchi y el dream team de Cruyff, aunque era un desgavell defensivo, aquel equipo desconocía el equilibrio táctico. A todos ellos los admiré sin reservas.

Hoy ocurre que un equipo casualmente formado por chicos de casa ha triunfado hasta tal punto que, conformando el núcleo duro de la Selección española, ha conseguido no sólo ganar copas de Europa sino éxitos inenarrables (e inconcebibles hasta ahora) para el fútbol español, nada menos, que una Copa del Mundo. Pero es que no son solamente los títulos, es su espectacular forma de jugar, adueñándose del balón, como si fueran muchachos de cursos superiores en el colegio y pasándoselo de unos a otros con parsimoniosa exactitud hasta hipnotizar al contrario y ejecutarlo con goles de bellísima factura.

Esta pasmosa evidencia es admirada por el mundo entero… Excepto por la cavernícola aldea del jefe Mourinho y sus locos seguidores mediáticos (una parte creo que no significativa del buen madridismo), empeñada desde hace unos años en ensuciar con insidias una asombrosa trayectoria deportiva que ha hecho crecer la afición futbolística en todo el mundo en base a unos inequívocos valores de juego limpio y bonito. Según los mourinhistas y su patético delirio fruto del resentimiento, gran parte de los logros blaugrana serían debidos a una conspiración de estamentos federativos, arbitrales y hasta cósmicos ( Mourinho llegó a hablar de Unicef como parte de la trama), conchabados para hacer del Barça el campeonísimo que es.

Como en aquel famoso artículo en el que Manuel Vicent, desesperado ante la inminente contaminación de la belleza, pedía a su pringoso yerno que no pusiera sus sucias manos sobre el vinilo de Mozart, lo mismo le pediría al coro de conspiranoicos: No pongáis vuestras sucias manos sobre el Barça y las maravillas que ha conseguido con chicos formados en la cantera y con un entrenador de la casa, culto y educado que ha creado escuela de un fútbol diferente y de una belleza sinfónica jamás vista, un logro mucho más importante que los siempre veleidosos títulos.

Gracias, Pep por permitirnos gozar del arte futbolístico durante estos impagables años y mil gracias por hacerlo con una elegancia insólita en el tosco mundo del fútbol. Tu dedo sí señala el camino.