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En 1911 un Angel Ruiz y Pablo de 46 años, abrumado por apretones económicos y cargado de hijos, se trasladaba a vivir a Barcelona. Por entonces colaboraba ya en "La Vanguardia", donde escribió durante más de 20 años y desde cuya tribuna pudo afrontar su adaptación a la vida cultural barcelonesa con cierta ventaja. Aquel mismo año fue importante para su obra literaria, pues publicó con el simple nombre de "Poesies" 43 de sus poco más de 50 poemas, a mi entender lo más valioso de su producción. Por esos años ya alternaba el catalán con el castellano, lengua ésta en la que inicialmente puso sus esperanzas de triunfo, como lo demuestran sus cartas a Pereda o a Menéndez Pelayo pidiéndoles consejo y apoyo. Sin embargo, uno siempre ha tenido la sensación de que Ruiz y Pablo se desengañó un poco del castellano ante el discreto éxito que obtuvieron sus obras. Sea como fuere, inició su andadura "en plà", como le gustaba decir, en 1895, por amor a la propio y quizá como una segunda vía. Lo que ha quedado hoy de Ruiz y Pablo se resume apenas en ese puñado de composiciones poéticas y en diversos relatos breves que fueron tildados por él mismo de "novel·letes", amén de unos pocos artículos y discursos. Todo ello fue reunido en un meritorio volumen de "Obres Completes" (Nura, 1981) que a mucho estirar ocupaba poco más de 200 páginas. En cambio, sus obras en castellano (6 novelas, varios libros de viajes y evocaciones, numerosos artículos y su monumental "Historia de la Junta particular de Comercio de Barcelona") han sido olvidadas por completo, algo incomprensible cuando al menos dos de ellas ("Clara sombra" y "La metamorfosis de un erudito") poseen méritos suficientes para reeditarse.

Podríamos, sí, argumentar que el autor de Es Castell llegó tarde al catalán (hacia sus 30 años y de forma autodidacta), pero uno siempre ha tenido la impresión de que, en realidad, Ruiz y Pablo nunca acabó de entregarse plenamente a las posibilidades de su lengua materna. Lo avalaría no sólo la corta producción que deja en su lengua vernácula (bien breve frente a su obra en castellano), sino también el hecho significativo de que no nos dejara ninguna obra de envergadura, por ejemplo una novela realmente ambiciosa. Por otra parte se sabe que el escritor fue componiendo sus poemas a lo largo de varios lustros sin pretensión de que en el futuro se reunieran en un libro. Teniendo en cuenta que no son más de medio centenar, diríase que no esperaba mucho de ellos. Cierto que publicó algunos sueltos en revistas, pero si se editó el volumen de 1911 fue sólo por la insistencia de unos amigos de Mahón. Es como si nuestro paisano no confiara demasiado en la salida de sus obras en catalán, para las que destinó obritas populares de escasas pretensiones o composiciones que, como hemos dicho, no había pensado publicar previamente. Hay que entender, de todos modos, la situación en que se hallaba el catalán en esa época, lengua aún sin normalizar, lejos del empuje actual, y también hay que considerar el hecho de que Ruiz y Pablo utilizara básicamente la forma dialectal isleña. Si a todo ello le añadimos que fue el primer escritor menorquín que intentó vivir profesionalmente de sus escritos, columnas de prensa y traducciones del francés, son lógicas sus posibles reservas y el uso de por vida del bilingüismo como medio de trabajo, lo cual no le impidió mantener estrecho contacto con miembros de "la escuela mallorquina" ni con la Renaixença Catalana.

Entre nosotros, y como no podía ser de otro modo, ha calado especialmente esa corta obra en vernáculo. El resto parece no interesar a los santos patrones que velan por nuestra cultura. Soy de la opinión de que con ello Ruiz y Pablo no sale todo lo beneficiado que merece, en fin. Pero incluso así, pocos son los que conocen algo de esas entregas en catalán más allá de algún poema aislado y del sempiterno cuento "Viatge tràgic de l'amo en Xec de s'Uastrà", obra que (encima) si es recordada se debe en gran parte a la magnífica adaptación teatral que hizo en su día Federico Erdozaín y que aún se pone en escena de vez en cuando.
Reitero que, para mí, lo mejor de nuestro autor son sus poemas, muy influenciados por Costa i Llovera, Maragall, Alcover y el ímpetu patriótico de Verdaguer. Aún así, donde realmente brilla el poeta menorquín es en sus poemas más íntimos y personales, donde puso sus más hondos pesares y en los que, rotos ya los formalismos de una poesía de métrica grandilocuente, Ruiz y Pablo desnudó su alma. Bastarían unas pocas composiciones como "En la mort de mon fill Manuel", "La vella filosa", "Sa guiterra", "Amor ideal", "Tardor" o "Materna" para justificar el recuerdo de Ruiz y Pablo en la poesía catalana. En cuanto a su obra narrativa, que en castellano venía del regionalismo literario de Pereda, es cierto que consigue tipos populares humanos y fácilmente estimables como l'amo en Xec, un Sancho Panza de las letras menorquinas, y que sus páginas aún se leen con gusto, pero su valor más palpable cabe hallarlo hoy en ese rico vocabulario rural -desgraciadamente perdido- y en su fiel retrato de la vida de payesía de antaño, más que por su estricta calidad literaria.

Leí a Ruiz y Pablo allá por mis 12 o 13 años, un invierno menorquín muy frío en el que observé la fugacidad de la nieve por primera vez. Luego lo he releído esporádicamente, siempre con placer. La primera charla que me invitaron a dar fue precisamente sobre él, en el Orfeón Mahonés. Ahora que vivo en la misma ciudad en la que él murió, me he preguntado algunas veces cómo sería su vida aquí. Se sabe poco de su estancia de 16 años en la Ciudad Condal, pero sí que se ganó el afecto de la intelectualidad catalana. Lo demuestran significativos hechos como que en 1919 fuera nombrado Mantenedor de los Jocs Florals de Barcelona, que se le encargara la monumental "Historia de la Junta Particular de Comercio de Barcelona", estudio que vio la luz en 1920, o que a su muerte "La Vanguardia" le dedicara una necrológica de media página. Aún así vivió modestamente, pasó continuas penurias (con una carga familiar de 11 hijos), y sufrió desgracias personales muy dolorosas.

Hombre bueno, infatigable trabajador y creyente devoto, falleció a los 62 años en el 263 de la calle Balmes, y desde entonces su cuerpo reposa en el recoleto cementerio de Sant Genís dels Agudells, un barrio periférico de Barcelona, al pie del Tibidabo y la sierra de Collserola.

Un domingo de verano me acerqué por allí. Como muchos barrios del extrarradio barcelonés, Sant Genís dels Agudells creció sin orden ni concierto en la época de la emigración, pero guarda aún intacto su ambiente de antiguo pueblo. El pequeño cementerio, el único privado que queda en Barcelona, se halla pegado a la iglesia de Sant Genís, sobre un montículo que en tiempos de Ruiz y Pablo estaba rodeado de bosque y huertas. Perdidos por el laberinto de sepulturas, no cuesta mucho dar con la última morada del poeta, un nicho humilde a pocos metros del suelo. El paso del tiempo cuarteó sin miramientos la piedra que lo cubre. Su aspecto es más bien de abandono, con esa desolación de las lápidas desnudas cuyos nombres erosionados parecen que hubieran sido recitados hasta el desgaste. No vi ofrendas ni flores, ni un resto que delatara que alguien pasa con frecuencia por allí. Entonces pensé en los versos de su poema "Pàtria": Així t'amo, oh pàtria mia!/ més, què som pel teu amor?/ què tindràs per mi lo dia/ que entri en mos ulls la foscor?

Lejos del mar de Menorca, donde la tramontana pone tiempo y olvido, el silencio parece ser toda su respuesta.