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En mi obstinación por el tiempo –o mejor dicho, por el NO tiempo–, tiendo a delirar. No son ilusiones de disparate, sino interrogantes sobre por qué el hombre decidió un buen día cuadricular su vida en calendarios, estaciones, horas, minutos y segundos varios. Hace unos meses llegó a mis manos "Sobre el tiempo", un libro editado en Argentina. Me lo trajo él, directamente desde Buenos Aires. "Toma", me dijo, "te lo compré allí porque sé que dices que el tiempo no existe". Efectivamente, soy de las que piensa que el tiempo no está. Ni aquí, ni allá, ni en un pasado, ni en un presente, y mucho menos en un futuro.

La publicación no intenta explicar qué es el tiempo, sino que compendia un abanico de voces que comienzan por analizar la angustia y la esclavitud de atarnos a un reloj. Como diría Cortázar, es difícil saber quién lleva a quién. Entonces lo llamaron tiempos modernos. Yo lo llamo ladrillo de muñeca que dirige las vidas ajenas.
La mejor manera que se me ocurre para pasar este tiempo inventado es la lectura. Si bien para los filósofos la ciencia no tiene nada que decir acerca del mismo, los empíricos buscan ahora en el cerebro por qué amamos leer. Neurólogos y profesores de literatura investigan qué parte de la mente se activa cuando leemos, y resuelven que no es lo mismo disfrutar de un clásico universal que de un relato contemporáneo. Entonces, ¿El "Quijote" desarrolla más nuestra sesera que un Premio Nadal? Es posible, y si está dispuesto a escanearse la razón mientras lee "La Odisea" de Homero, puede que lo descubra. Pero le recomiendo que haga caso omiso de las teorías experimentales y de las agujas del reloj porque las letras entran por el alma, jamás por el cerebro. O así debería ser.