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Tarek hasta hace unos días era un hombre tranquilo y de costumbres sencillas. Como casi todos los hombres y mujeres de su ciudad natal, se había acostumbrado a añorar aquella amable época en la que todo parecía ir mejor.

Los días se sucedían sin demasiados cambios y él trataba de soportar livianamente la monotonía de la labor que le había sido asignada. No había reposo para los que vivían fuera de la fortaleza. Tampoco indicios de que algo fuera a suceder. Siempre lo mismo, día tras día, año tras año, década tras década…

Lejos quedaban esos tiempos en los que –aún niño– campaba libremente por la Explanada de las Palmeras con sus compañeros de juego. Quería crecer y estudiar, viajar y tener una familia. En aquella época quería ser arquitecto, uno de los mejores, así que construía sin cesar castillos de arena que despertaban la admiración de pequeños y adultos. De noche, en secreto, soñaba que erigía la Octava Maravilla del Mundo, que era portada de todos los periódicos y revistas, y que todas las televisiones hablaban de su Maravilla. Era feliz.

El niño creció jugando, de los juegos pasó a las tareas escolares, pero cuando estaba a punto de pasar a los quehaceres universitarios su padre pronunció esa maldita frase durante una comida familiar.

- Es lo que él quiere y es lo que debemos hacer si queremos seguir con vida –articuló triste el progenitor al intentar calmar a su desconsolada esposa que no encontraba alivio a tan injusta decisión.

Al oír esas palabras, su corazón se aceleró y el cuerpo dejó de pertenecerle, temblaba. La cara le ardía y empezó a respirar con dificultad. Sintió miedo por primera vez en su vida. Miedo profundo, miedo verdadero. Miedo, en definitiva.

Y así fue cómo al joven Tarek le obligaron a trabajar en la construcción de la fortaleza. Y así fue cómo el país entero comenzó a vivir aterrado mientras el esplendor de la ciudad se iba apagando a medida que se alzaba el colosal muro. Nadie hablaba y nadie quería estar al lado de alguien que hablara. Reinaba la tiranía del silencio.

Al acabar la primera muralla ordenaron construir otra alrededor, y otra y otra más. Una tras otra, día a día, año a año, década tras década... piedra a piedra sin sentido alguno.

Ahora estaba a punto de cumplir los cincuenta sin ningún sueño consumado. Y en eso pensaba mientras trabajaba hace poco más de una semana cuando se le acercó un jovenzuelo de afable sonrisa que mirando el cielo –como quien está entablando una conversación sobre el tiempo– le dijo: "Nos estamos organizando. Vamos a acabar con el abuso infligido desde la fortaleza. Cada día dejaremos nuevas instrucciones entre las piedras de la zona contigua a la puerta principal de la muralla. Mantente informado, visita el muro e informa a tus amigos. Ten cuidado, no todos vamos a sobrevivir."

Unos días después el sol impregnaba de azafrán las hermosas piedras que formaban la maldita fortaleza y Tarek paseaba como cada atardecer en busca de información. No la encontró. El muro estaba vacío. Iba a marcharse, pero se le acercó un anciano de lozana mirada.

– Es el último que quedaba– dijo el señor mayor mientras le daba un papel con disimulo.

"Mañana no iremos a trabajar, vamos a concentrarnos en la Explanada de las Palmeras. Díselo a tus amigos y sobre todo ten cuidado." –anunciaba la octavilla.

Esa noche le costó conciliar el sueño, estaba un poco desorientado. Amaneció y se preparó para salir. Al llegar a la calle principal oyó una multitud avanzando. Decenas de miles de personas estaban acudiendo al lugar, pacíficamente, sin armas. Algunos alzaban pancartas pidiendo el fin de la tiranía, otros miraban incrédulos lo que estaba ocurriendo y muy pocos desviaban la mirada hacía las metralletas y pistolas que les estaban apuntando desde la fortaleza. La jornada transcurrió sin muchos incidentes.

Al caer la noche algunos se marcharon a casa, otros se quedaron en señal de que la protesta iba a continuar. Habían traído comida y algunas tiendas de campaña. Después de la cena, Tarek, bajo el influjo de la recién engendrada libertad, recordó los días felices en los que construía castillos de arena en aquella bonita explanada. Sonrió por primera vez en mucho tiempo, satisfecho de encontrarse ante la Octava Maravilla del Mundo: hombres y mujeres que habían perdido el miedo.

Tarek no volvió a ver al apuesto jovenzuelo de afable sonrisa que le había invitado a visitar el muro.