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Es domingo y acabo de despertarme. Por el silencio que impera deduzco que no son más de las ocho de la mañana, así que vacilo un poco antes de arrancarme las sábanas. Finalmente me desperezo y salgo de la cama. Abro la ventana de la habitación dejando paso al sol primaveral que nos acompaña desde hace unos días.

– ¿Interrogantes?– dice a lo lejos una dulce voz masculina que parece algo triste. Salgo al balcón con la intención de descubrir quién ha sido el emisor de tan oportuna pregunta, pero la calle está desierta. Y preciosa. Los brotes verdes que inundaban los árboles hace unos días han estallado liberándose completamente de atavíos innecesarios que impedían gozar plenamente de tan esperadas condiciones meteorológicas. Apetece salir a la calle. Desciendo por la escalera. Mi paso es firme. Abro la puerta que separa mi mundo del mundo, y antes de cruzarla, me detengo un momento para disfrutar del agradable aroma a jazmín que inunda el aire que respiro.

– Interrogantes…– pronuncia armoniosamente esa bonita voz. Miro atentamente en busca de emisor, pero no consigo ver a nadie. Perpleja asumo que quizá se trate de una de esas voces interiores que al ser percibidas con tanta precisión parecen reales.

–Sí, interrogantes muchos– me digo a mí misma mientras uno de mis pies se dirige hacia la acera iniciando el primer movimiento de lo que promete ser un grato paseo, pero la firmeza de mi paso se ha disuelto. Me siento ingrávida. La consistencia del asfalto desaparece. La calle se desdibuja y yo intento tomarla antes que se desvanezca. Avanzo sin rumbo esta bonita mañana de abril.

A lo lejos atisbo la verja del parque y apresurándome apuro la marcha en dirección a ese pequeño refugio antes que se disuelva el camino que todavía diviso. Cruzo el portal del fecundo remanso de paz con la esperanza de que la liviandad desaparezca. Iluso intento.

– ¡Interrogantes! ¡Interrogantes! ¡Interrogantes! – repite esa atrayente voz que oigo a lo lejos. Escruto el territorio, pero, una vez más, no veo a nadie. Ahora la ingravidez es absoluta, me asusto y busco un sitio donde ancorar mi ser antes de que sea demasiado tarde. Titubeo hasta que consigo sentarme en el banco de madera cercano a la fuente. Contemplo el borbotar fluido del artificial manantial y sosegada por tanta maestría acuosa retomo el contacto con el pavimento. Un perrito de mirada avispada se acerca y de un salto se sienta a mi vera. No me atrevo a ahuyentarlo.

– ¡Interrogantes! ¡Deja a esta chica en paz!– miro hacia el lugar de donde proviene esa enigmática voz masculina y, ahora sí, veo a un chico de mirada profunda que avanza hacia mí.

– No me molesta– contesto intentando esbozar una sonrisa que no resulta muy convincente.

–Interrogantes, vámonos, no seas pesado– dice mientras se marcha con Interrogantes brincando a su alrededor.