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Se pinchó con una aguja por estúpida, por hacer calceta sin dedal y quedó postrada con fuertes dolores en las piernas, vómitos, jaquecas, y una insoportable modorra. Pronto la tuvimos que trasladar en angarillas. Era una joven muy bella y con un futuro extraordinario, mas, ya se ve como son las cosas, la atacó no sé qué virus que la dejó fuera de circulación y con unas descomunales ojeras. Lo intentamos todo, todo tipo de tisanas, cataplasmas y demás, pero como si nada. Para colmo, parecía que su mal era contagioso y veíamos que su presencia nos afectaba, hasta los más jóvenes arrastraban los pies como si fueran ancianos y las articulaciones nos dolían tremendamente aunque estuviera el tiempo seco y fuera verano; la mayoría tenía digestiones lentas y pesadas, presión sobre las sienes y asaltos insufribles de bostezos que dificultaban la conversación. Así aguantamos, contrariados, unos cuantos años con aquella visión de infanta, aterida y fría, que pasaba fuera de cobertura casi todo el rato, hasta que, sobreponiéndonos a la siesta intempestiva que nos acuciaba, acudimos a platicar con el rey, nuestro señor, para buscar salidas a la somnolencia nacional. Algunos, los más radicales, propusieron eutanasia; otros, sacrificios rituales, pero nadie asumía la obligación que proponía; hasta el monarca solicitaba soluciones apremiantes. Al final resolvimos relegarla -por aquello de la oferta y la demanda- en los confines soberanos, dejándola en un cruce de caminos, esperando que –como dijo el defensor de los menores- algún futurible personaje la soportara en su letargo. Yo la hubiera apagado a la espera de un cambio climático, pero la abandonamos con un cartel de aviso para caminantes junto a la papelera de reciclaje.

Han pasado años y años y muchos se han parado y han intentado ejercer su derecho de pernada: un beso y otro beso y siempre el mismo susurro, la misma voz: Su contraseña no es la correcta. Y dale que dale con la misma cantinela…

Nosotros estamos mejorcito, a Dios gracias, pero siento un pequeño remordimiento y ya he mandado un email urgente al mercachifle señor Perrault y otro, a los indolentes hermanos Grimm para que retoquen el final de esta historia -¡por favor!- y pongan de nuevo a la pobre niña en el mercado. ¡Seamos humanos!