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El traje ya estaba domesticado, era, por así decirlo, como un émulo de yo mismo, pero con su propia circunstancia, mi propia piel colgada en el perchero. Cada mañana lo observaba gozosamente, calibrando sus bellas arrugas, su discreta personalidad, su holganza esperando mansamente que mi cuerpo lo ocupara. Era la obra perfecta, mi fiel armadura para enfrentarme a la vida diaria. "Jamás lo llevaré al tinte" me dije con convicción.

Una mañana al abrir el armario vi con sorpresa que mi traje no estaba, busqué por todos los rincones de la casa: nada, no estaba. Me encontré desnudo… no pude salir de casa.

De inmediato sonó el teléfono:

— ¿Oiga, es usted Don Eduardo Taquicardia? –dijo una voz muy estirada.
— Sí, claro –respondió la mía bastante arrugada.
— Pues tiene en consigna un traje desde hace bastante tiempo, vino para un lavado-centrifugado y plancha y aún está por recoger, ¿va a venir a buscarlo…?

Colgué el aparato.

Mi traje se había marchado andando y yo no pude darme cuenta. Lo pude entender de inmediato: no quiso ser mi esclavo y se había emancipado. Era su hora, aunque la mía no hubiera llegado, solamente me quedaba esperar al álgido soplo de la muerte, desvestido y despojado, solo, con la ilusión teñida de un violáceo desconsuelo y un sudor frío en la palma de las manos.