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Le vi bajar del metro y le seguí por las escaleras, su aspecto por la espalda no me resultaba extraño y sus andares me recordaban vagamente a los de mi padre. Era un hombre más o menos de mi edad, calculo. Su marchar me llevó a subir la cuesta que yo pensaba ascender, bajar por la bocacalle siguiente, acelerar cuando aligeraba el paso, demorarlo si lo retardaba y disimular prendiendo un cigarro cuando el se detuvo para encender el suyo. Por un momento sopesé abordarle en la siguiente esquina con cualquier pretexto y perseguir con él caminando, mas no sé porque no lo hice. Bajó el bordillo, cruzó la acera y esperó pacientemente bajo la marquesina mientras yo hacía como si mirara un escaparate anodino de la tienda de al lado. Cuando llego el bus subió y yo me apresuré para montar el último, abrió el periódico y yo hice lo mismo. Tres paradas más adelante descendimos y ambos cogimos la acera de la derecha, vi como hurgaba en los bolsillos y sacaba una llave; al poco, paró delante de un portal, ¡el mío!, abrió y, para no romper el hechizo, permanecí un instante esperando. Al entrar en el portal, él debía ir por el segundo piso; llegó hasta la última planta donde no había más que la puerta de mi casa y, conteniendo la respiración, esperé a que pulsara el timbre, pero no, abrió la puerta y entró. Entonces corrí hasta arriba y logré entrar sin que le diera tiempo de cerrar tras de sí. Llegué al punto de vislumbrar su sombra entrando en el cuarto de baño, aceleré, tomé el pomo e irrumpí tras él. Allí le encontré…, ya nada parecía extraño, los dos carraspeamos por lo bajo y, muy sereno me sonrió, enmarcado desde el mundo plano que tengo encima del lavabo.