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Siempre he pensado que la música dibuja la historia de las personas, relacionando hechos importantes de nuestra trayectoria y dándole ese toque cinematográfico a los recuerdos. En la mayoría de casos, los discos se relacionan con vivencias personales, con seres importantes en la vida de uno, y con paisajes, lugares, puntos concretos ubicados en el planeta Tierra. La vida toma sentido gracias a cómo la interpretamos a través de la música. Aunque quizá sea ésta una realidad exclusiva de los melómanos y es posible que seamos una pandilla de tarados enfermos. No lo sé. Pero tampoco me importa.

Hace 10 años que contraje matrimonio con la música africana, o mejor dicho, con una pequeña parte de la misma. Por aquellos entonces residía en el archipiélago africano de Cabo Verde, lugar idílico como pocos, histórico y rico en muchos aspectos. Recuerdo perfectamente aquel fin de semana, pues me trasladé a la isla de Sao Vicente para desintoxicarme de la vida hotelera en Sal. Nunca imaginé que aquel marzo de 2002 me iba a marcar por siempre.

Caminé por las calles de Mindelo, bella ciudad caboverdiana, con sus lojas e incipiente turismo. Lógicamente me enamoré de ese aislamiento vital. Intenté conocer a Cesária Évora, que no quiso recibirme en su casa, pues pensó que era un periodista europeo y decidí abandonar mi odisea de conocer a una de las mejores. Sin embargo el destino hizo que sin saberlo, mi camino se cruzara con el gigantesco Keita, originario de Malí, y desterrado de su tribu original, por el hecho de ser albino.

Yo no conocía de su existencia, pero me cruce con él varias veces durante aquel sábado soleado. No sé porque intuía que era alguien especial, de mirada totémica, rostro duro, piel casi transparente. Iba con su séquito. Por la noche coincidimos en el mismo restaurante y, casualidades de la vida, volví a verlo en un concierto de Tututa & Taninho. Me tenía hipnotizado, aunque no quise observarlo demasiado, por no incomodarlo.

Regresé a Sal y, en el aeropuerto, me acerqué a una tienda de música bastante surtida. Estuve mirando varios cds y topé con uno de portada hermosa, de colores ocres y en formato digipack. Reconocí a Keita en la portada y el corazón me dio un vuelco. Le dije al vendedor que por favor lo hiciera sonar y rompí a llorar cuando en la primera canción del disco, Keita cantaba junto a la diosa Évora. Entendí la señal, comprendí el mensaje de la vida, pues se había dibujado frente a mí como algo divino.

Ese disco, "Moffou", ha formado parte de mi vida hasta ahora. Complicado se me hace describir lo que el mismo contiene, porque es más grande que la vida misma. Respira por encima del Universo y, sobre todo, duele, fustiga tu alma como pocos discos lo han hecho.

10 canciones, 10 joyas, 10 mensajes, 10 maneras de sentir. Nunca antes he estado en Mali, pero presiento que si dicho país es capaz de escupir semejante belleza, sus habitantes deben comprender perfectamente lo que significa la palabra arte.

Cada vez que suena "Iniagige", o "Souvent", o "Moussolou", uno se evade de todo, se escapa hasta de si mismo, permitiendo que el cuerpo flote, y que el alma se segmente en mil millones de pequeñas partículas burbujeantes y embriagadoras.

Uno no puede marcharse al otro mundo, sin haber sentido el calor de Keita, su amor por su tierra, esa pasión inconmensurada que lo lleva a aceptar el odio de su propio pueblo, a claudicar frente a ese destierre, a seguir cantando desde dentro con sonidos que superan lo banal.

Lectores y lectoras, esto no es cualquier cosa, ni mucho menos la frialdad y esterilidad que venden a las masas y que parecen sonreír, incluso alcanzando la felicidad. Esto son palabras mayores. Es la eternidad hecha música. Es la poesía cultural hecha historia. Feliz domingo y disfruten de este verano otoñal.

manuelj_gf@hotmail.com


Salif Keita
Título: Moffou
Año: 2002
Sello: Universal Music, S.A.
Producción: Salif Keita