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No me interesan los sueños como fenómeno científico ni neuronal, tan solo me interesan como constatación de la percepción de la realidad imaginaria". Dicho esto, se quitó las gafas, se despidió y salió a la calle, mientras escuchaba a sus espaldas los comentarios y algunas risitas de ingratitud de los que le escuchaban. Hacía frío en la calle Lagasca, subió por Padilla hasta el cruce de Velázquez; allí se paró un instante para aspirar el humo del ducados y observó que venía andando un hombre en su dirección, hacia Juan Bravo. Era delgado y alto, llevaba un sombrero anticuado y un abrigo algo raído, pero aseado, tenía el aspecto de haber salido de una foto de un viejo calendario. Atraído como por un imán, no pudo evitar acercarse y caminar a su lado. Tendría más o menos su edad, pero estaba demacrado y en lo profundo de las cuencas de sus ojos se apreciaba una mirada triste y cálida; acomodó su paso al del viandante y juntos se encaminaron hacia la boca del metro. Supo desde ese momento que tendría compañía hasta su casa. Entre ambos no hacían falta las palabras.

Extrañamente, al doblar la esquina, notó una bocanada aceitosa en la cara y el viento helado se había transformado en una finísima lluvia salada. Miro el membrete: Carrer de Santa Ana. Estaban en Las Ramblas. La noche se cerró de repente y sintió un breve escalofrío… No le importó. Siguieron su camino, era noviembre de 1972, Cirlot le acompañaba.