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Leía y leía sin cesar, se bebía los relatos con una avidez malsana, buscaba en ellos la alegría que no poseía. De vez en cuando dejaba apartado el libro tras la cafetera para tomarse su enésima jícara y engañar su sueño mortificado. Volvía al libro. En cada línea veía reflejado parte de sí y parte de lo que quiso haber logrado. Paró de nuevo, encendió un cigarro. Retomó la lectura. Café. Quiso tomar de nuevo el libro, pero no estaba. Al otro lado de la cafetera se encontraba un hombre leyendo, no lo reconoció: el oxígeno se estaba acabando…