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Bésala ahora que aún están calientes los nidos en las pupilas asombradas de este febrero de penumbra. Bésala mientras suenan los acordeones de espuma con la urgencia de los peces sorprendidos. Bésala antes de que promulguen la nueva ley de pavimentos y obliguen a inhumar también a los que tenéis alas. Y en tu beso al borde del silencio, pon ya no sólo el labio, sino también el espíritu. Que note que no la besa alguien que persigue la costumbre, sino la claridad; alguien que no se conforma con el escuálido susurro del Paraíso, sino que acecha al azar en su delirio y en su demoledora tibieza al sobresalto en cada bocacalle del tiempo huido. Ofrece galaxias, repiqueteos, dentelladas de rocío de esas que sólo es posible sorprender muy de madrugada al paso de los unicornios. Y no pienses que la luz os iluminará de golpe por mucho rato si no descerrajáis el pistilo de las amapolas que fluyen como ríos por entre las doradas espigas de cuarenta y ocho agostos perdidos. Os están mirando de reojo los batracios inauditos para comprobar si tiritáis de ansia o si el magma de vuestra sangre arrastra veleros desbocados. Porque si no, serán inútiles todas las hogueras. No quedará del amor más que ceniza si no oscilan los bajeles al compás de las mareas o si no brotan gotas amarillas al súbito contacto con las zonas sofocadas; y aquel beso que puede redondear el orbe achatado por los polos, con el tiempo, que todo lo martiriza en su afán de suburbio, os habrá tiznado apenas la cara como a las hojas de las campánulas salvajes les quedaron en sus haces las gotas de la escarcha dolorida.

Bésala y podrás comprobar en tus propias carnes escaldadas lo que es besar los labios de un ángel derretido sobre el licuado asfalto de las metrópolis. Bésala, insisto, y en ese alarde de cruces incendiadas en que se convertirá tu boca, tendrás toda la fortaleza, toda la dicha, todos los sueños, toda la voz de Whitney Houston.