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Me dijo:Te pondrás el vestido fucsia para la fiesta de fin de año. Y yo me reí, claro, pues jamás tuve un vestido de esas características. Pero el 30 de noviembre —casualmente o no— me compré en una tienda del centro un vestido fucsia con topitos blancos.

Pedro era casi un amigo imaginario, me escribía a menudo al correo electrónico del trabajo y yo consideré aquello divertido —el contestarle, digo— y así llevamos algo más de un año.

Otro día me dijo que el jueves 8 caerían unos copos de nieve y pese a lo arriesgado de la predicción —aún septiembre— esa tarde nevó copiosamente en la orilla del Mediterráneo.

Ya digo: entretenido, sin más, el asunto del carteo. Por aquél entonces ni siquiera sabía su nombre pero era extremadamente atento y nuestro encuentro epistolar era ameno y cordial, aunque habláramos de cosas triviales.

En otra ocasión me dijo que tuviera cuidado con las bajadas de tensión y que si acudía a consulta preguntara por Pedro Tránsito. Aquella tarde sentí un vahído y me acerqué preocupada al centro médico que hay cerca de mi barrio. Al llegar pregunté por el doctor Tránsito y me dijeron que esa misma mañana lo habían trasladado… Caí redonda y en una ambulancia me llevaron al Ramón y Cajal.

Ya estoy un poco mejor y he pedido que me trajeran el portátil. He acudido rápidamente a la cuenta de Gmail y he leído lo que sigue:Si la fiebre sube, puede ser fatal, llama de inmediato al servicio de planta. La misiva es inquietante y, además, esta vez viene firmada por un tal Pedro y lleva fecha de primeros de marzo. ¡Pero si estamos en febrero…! Esto empieza a ser muy raro.

¡Menuda broma pesada! Prometo no volver a abrir éste maldito correo jamás. No quiero saber nada más de su opinión sobre lo que ya pasó, pasará o está pasando. Además me he enterado de que el doctor Tránsito tiene plaza de forense. ¡Joder! me encuentro un poco floja. Tengo sudores fríos y noto que el pulso (¿dónde demonios estará el botón?) se me está acelerando…