Cueva. En plena ciudad, cerca de viviendas dignas, hay quien pasa sus horas agazapado - Caritas

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La lluvia se oye triste en las cajas de cartón, en la entrada de una húmeda cueva, en el capó de un coche. Su repiqueteo, otrora alegre, aguijonea la conciencia de quienes tuvieron un hogar y lo han perdido, empapándoles con el recuerdo de los pasos en falso que los convirtieron en sin techo. La lluvia suena más triste cuanto más solo y las personas sin hogar lo están ante su rabia, su impotencia, su dolor y su incertidumbre.

Sin calor de hogar ni de abrazo, desvalidas y desesperanzadas, tornan invisibles. Casi no se las ve pero las personas sin hogar existen. En las grandes metrópolis y en pueblos pequeños, hasta sumar más de 30.000, según instituciones y organizaciones que trabajan en este campo, entre ellas, Caritas. También las hay en Menorca, quizá usted no las haya visto pero 255 personas pasaron por las Casas de Acogida en 2009, y 162 lo han hecho en lo que va de año.

Para ellos, este recurso que gestiona Caritas con la colaboración económica de administraciones públicas y entidades privadas, constituye un paréntesis en la incertidumbre que rodea su condición de sin techo, adquirida por circunstancias diversas. "Toda la vida había vivido en una casa de alquiler, después de que la familia viviese 40 años en el mismo sitio, una orden judicial nos dijo que nos quedábamos en la calle, al parecer por impago del IBI", explica José (nombre ficticio, como todos los que aparecerán) un español de 41 años, con estudios primarios y dos años parado.

Un año menos y los mismos desempleada que José tiene María. "Mis padres están muertos, sólo tengo un hermano pero él está con su familia en el piso que nos tocaba en herencia, a la que tuve que renunciar para hacer frente a los gastos por las enfermedades de mis padres y arreglar el testamento. A partir de aquí tuve problemas con mi pareja e hijos, rompiéndose la relación después de 17 años de convivencia", relata esta española, cuya formación se limita al graduado escolar.

Pere, español en la cincuentena, hombre instruido -habla italiano, francés, español y chapurrea inglés- emigró de pequeño a Suiza. Hace 11 años, decidió dejar todo lo que allí tenía, no entra en detalles del por qué, y volver a España. Aunque su destino era Málaga el final de su viaje tuvo lugar en Barcelona, donde quedó atrapado en sus calles y plazas, escribiendo, así, el penúltimo capítulo de una vida "de luces y sombras", plagada de altibajos.

Miguel, de 45 años, y Eduardo de 37, ambos inmigrantes irregulares, también están en la calle. "Por la inestabilidad laboral en España - cuenta Miguel- aunque llevo 17 años aquí y la mayoría del tiempo he estado sin hogar estable, pero sí he alquilado un estudio o una habitación o he compartido casa cuando he tenido trabajo. Con la crisis la discriminación laboral ha aumentado, tienen prioridad amigos y familiares a la hora de contratar".
"No tengo la documentación en regla, ni trabajo, ni vivienda como todo el mundo. Desde 2007 me considero una persona sin hogar", apunta de manera concisa Eduardo, quien no duda en afirmar "me siento como estoy, solo en esta vida, sin nada, como desnudo".

Sentimiento compartido por sus compañeros de tribulación, para quien estar sin hogar es mucho más que no tener un techo. José, María, Miguel, Manuel o Pere hablan de inestabilidad, rabia, impotencia y dolor, depresión, soledad, ansiedad. Quedarse sin casa es causa o consecuencia, según los casos, de pérdida de la red familiar y social, de desempleo, de enfermedad mental no diagnosticada, de aislamiento y exclusión.

Todos ellos son conscientes de que no resultará fácil volver a tener una vida normalizada, aunque saben muy bien cuál es el camino. "Para salir de esta situación necesitaría olvidar todo lo que ha pasado y empezar a comenzar. Mi utopía o proyecto de futuro es tener una empresa propia, pero esto supone invertir 4 o 5 años y ¿cómo viviría durante este tiempo?", cuenta José.

"Estimo a mi pareja y queremos salir adelante juntos, pero nos falta encontrar un trabajo que nos facilite el acceso a la estabilidad de la vivienda y comenzar a tener más relaciones sociales, sentirnos útiles", apunta María, a quien la vida le ha otorgado una segunda oportunidad en el amor. "Me hace falta dinero que genere un trabajo estable no temporal porque cuando acaba vuelves a la misma situación", afirma Miguel. "Me hace falta tener trabajo, documentación en regla y un hogar seguro", dice Eduardo.

Todos ellos necesitan un nuevo punto de partida en forma de trabajo estable lo que exige unas dosis de paciencia y comprensión infinitas. José explica por qué con sencillez. "Lo más inmediato sería encontrar un trabajo estable donde comprendiesen mi situación. Después de cuatro años alternando la calle y alquileres, mi rutina de dormir se ha trastornado. He aprendido a dormir de día porque por la noche, cuando no sabes donde ir, no duermes, estás vigilando y claro, de día, te entra sueño y te duermes acurrucado en unas rocas junto al mar o un banco del parque hasta que llega la Policía y te dice que allí no puedes dormir. Yo necesitaría que el empresario que me contratase comprendiese esto y tuviese paciencia".

Todos ellos necesitan y aspiran a un trabajo estable y a contar con la comprensión y paciencia de parte de un empresariado que las ha agotado tras dos años de dura crisis bregando con las contradicciones de la globalización, la mezquindad de la clase política y el egoísmo del sistema financiero. No es extraño que sean conscientes de las dificultades, se dejen vencer por el pesimismo y encarnen lo triste que se oye la lluvia en las casas de cartón, lo lejos que pasa la esperanza en las casas de cartón.