Ramos. El menorquín se casó en 1961 con María Inés y tiene dos hijos, de 49 y 43 años

TW
0

Con tan solo seis años, José Ramos Vila (Es Castell, 1936) abandonó Menorca para instalarse en Ferrol junto a su madre. El menorquín pasó su infancia en la ciudad gallega hasta que, en 1948, se trasladaron a Francia para reencontrarse con su padre, exiliado en el país galo desde 1938. Tan sólo tres años más tarde, la familia cruzó el Atlántico para instalarse en Santiago de Chile. Ramos finalizó allí sus estudios básicos y puso en marcha un taller de confección hasta que decidió abrir un gimnasio en la capital chilena. Hoy, ya jubilado, disfruta de su mujer, sus hijos y nietos en la comuna La Reina, en las afueras de Santiago.

Vivió los primeros años de su niñez en Menorca. ¿Qué recuerdos guarda de aquella época?
Nací en la calle Sa Font de Es Castell, donde viví con mi madre, Carmen Vila, hasta los tres o los cuatro años. Posteriormente nos trasladamos a un gran caserón ubicado en la calle Stuart, que era propiedad de mi bisabuelo. Una vez que él murió nos instalamos en aquella gran casa de enormes salones y escaleras de mármol que subían hasta el tercer piso. Allí vivimos junto a mi abuela paterna.

¿Y su padre?
Yo tenía dos años cuando se exilió a Francia. Era oficial de marina y, al finalizar la Guerra Civil, se instaló en Clermont-Ferrand. Nunca fuimos a verlo y yo prácticamente no lo recordaba. Nos comunicábamos a través de cartas. Mi padre mandaba las cartas a Suiza, desde allí iban a Inglaterra y después llegaban a España. Por eso, siempre tardaban dos o tres meses en llegar. Mi padre usaba anteojos, como yo, y siempre que veía a un hombre con gafas por la calle pensaba que tal vez era él.

¿Fue al colegio durante la época que vivió en la Isla?
Sí. Iba a un colegio de monjas que se encontraba en la misma calle Stuart, cerca de la Explanada.

Nació pocos meses después de iniciarse la Guerra Civil. ¿Como vivió aquel periodo?
Era muy pequeño pero recuerdo que iba con mi madre y otras muchas personas a escondernos a una cueva de Calasfonts cuando anunciaban bombardeos. También me acuerdo que jugaba con mi primo segundo, Miguel Vila, en un colegio derrumbado por las bombas. Durante los primeros años de mi infancia viajaba con regularidad a Barcelona con mi madre. Cogíamos el barco en Maó e íbamos a visitar a unos tíos que vivían en la Ciudad Condal. También recuerdo que el hermano mayor de mi madre, José Vila, venía a buscarme todas las tardes de primavera y verano para salir a navegar por la bahía de Calasfonts.

Con seis años se instaló en Ferrol. ¿Por qué decidió su madre dejar Menorca?
Ella estaba muy unida a sus hermanas y todas vivían en Ferrol. Estaban casadas con marinos y todos estaban trasladados allí. Mi madre se encontraba muy sola en Es Castell, donde sólo quedaba uno de sus hermanos.

¿Le resultó duro el cambio?
No. ¡Yo era sólo un niño, iba donde mi mamá me llevaba! No recuerdo haber tenido problemas para adaptarme a la nueva vida en Ferrol. Los primeros meses vivimos con una de mis tías pero después mi madre alquiló un piso en la calle principal de la ciudad. Fui al colegio e hice amigos rápidamente. La verdad es que en aquella época era algo gamberro, faltaba mucho a clase y me iba a la playa a bañarme con mis amigos, nos colgábamos de los tranvías y jugábamos a la pelota en la calle. Eso estaba prohibido y cuando llegaba la Policía nos íbamos todos corriendo. Fue una época agradable, la recuerdo por mucho cariño. En 1985 volví a Ferrol y paseando por la calle Real me encontré con uno de mis mejores amigos de la infancia. ¡Fue una auténtica casualidad!

¿Su madre encontró trabajo en la ciudad gallega?
Sí. Montó una peluquería de lujo. Le iba bien y tenía mucho trabajo pero finalmente se la dejó a una de sus hermanas para poder marcharse a Francia. Supongo que añoraba a mi padre. Se había quedado sola conmigo con tan sólo 23 años y hasta diez años después no volvió a ver a su marido.

¿Cuándo se reencontraron con su padre?
En 1948. Mi madre y yo nos fuimos en tren hasta Francia. Hicimos el viaje junto a una señora y su hija que también viajaban para reencontrarse con su marido y padre. Cuando llegamos a la estación vi cómo mi madre corría para abrazar a un hombre, me imaginé que debía ser mi padre y también corrí para abrazarle.

Por fin pudo poner rostro a la figura paterna...
Sí. Estaba contento porque estaba con mi padre. De todas maneras, no fue una relación habitual porque nos conocimos cuando yo tenía unos 12 años. De algún modo, el vínculo no era tan fuerte como el de un niño que ha crecido junto a su padre.

¿Se quedaron en Francia?
Sí. Primero estuvimos en Carcassonne, donde fuimos a ver a una prima de mi madre que también era menorquina. Después nos fuimos a Toulouse y finalmente nos instalamos en Clermont-Ferrand. Era una ciudad bastante grande y bonita, estuve muy a gusto allí. Al día siguiente de nuestra llegada comencé a asistir al colegio. El director me hablaba en francés y yo no entendía nada. ¡A todo le respondía que no! Al final hicieron llamar a un profesor que era catalán y ahí nos entendimos. Mi madre siempre me hablaba en menorquín y, por tanto, lo entiendo perfectamente, aunque nunca lo he hablado.

¿Acabó aprendiendo francés?
Perfectamente. Los primeros meses fui a clase con alumnos más pequeños que yo porque no sabía el idioma, pero en cuanto aprendí me pasaron al nivel que me correspondía. Cuando nos marchamos no hacía ni una sola falta de ortografía.

¿Se encontraban a gusto en Francia?
Sí, aunque hay que decir los franceses rechazaban a los inmigrantes y nos sentimos algo marginados por ser españoles. Mi padre me llevó a un gimnasio, donde empecé a practicar el boxeo. Iba con un compañero, también español, y juntos pusimos a raya al resto de alumnos. La verdad es que en aquella época me aficioné al deporte. Además de boxeo también hacia atletismo.

¿Por qué decidieron trasladarse a Chile?
Durante sus años en Francia mi padre estudió construcción civil pero allí los puestos de mando estaban reservados para los franceses. Él era capataz y eso le enfadaba mucho. Además, siempre tuvo miedo de que estallara una tercera guerra mundial. Por su parte, mi madre trabajaba en un peluquería en la que peinaban a artistas que protagonizaban películas.

¿Cuando llegaron a Santiago?
En el año 1951, yo tenía 15 años. La capital de Chile me gustó desde el primer momento, era una ciudad muy extensa pero bonita. Desde una punta a otra podías pasar dos horas en un autobús. Hay que decir que los chilenos son muy serviciales y amistosos. Además, no son nada xenófobos y, al contrario que en Francia, no nos encontramos con ningún problema por ser inmigrantes.

¿Continuó estudiando?
Sí. Iba al instituto por la noche y trabajaba durante el día en una ferretería regentada por unos españoles, en concreto asturianos.

¿Siguió practicando deporte?
Sí. Cerca de la casa donde vivíamos había un campo de entrenamiento de atletismo. Los sábados y domingo cogía mis zapatillas y me iba a entrenar solo hasta que un atleta chileno que me había visto algunas veces me animó a formar parte de un club de la ciudad. Tres años después me di cuenta de que nunca iba a conseguir los mismos resultados que obtenía en Francia porque sólo podía entrenar los fines de semana. Por eso dejé el atletismo y me dediqué al levantamiento de pesas. Entrenaba dos horas diarias al finalizar la jornada de trabajo.

¿Durante cuánto tiempo estuvo trabajando en la ferretería?
Trabajé allí durante cuatro o cinco años hasta que mi padre y yo montamos un taller de confección.

¿Cómo surgió este proyecto?
Mi padre trabajaba para una empresa de construcción en la cordillera de los Andes. Sólo trabajaban en verano porque en invierno había mucha nieve. Pasaba cuatro o cinco meses fuera de casa y, después de haber estado diez años separado de su familia, prefirió dejarlo. Fue entonces cuando pensamos en poner en marcha el taller. Comenzamos a funcionar en nuestra propia casa pero, con el tiempo, abrimos una tienda-taller, en el que llegaron a trabajar hasta 15 personas. Fabricábamos pijamas, delantales de colegio y camisas, aunque lo que nos dio fama fueron los pantalones de mujer, ya que fuimos de los primeros en comercializarlos en Chile.

¿Se vendían bien?
Como pan caliente. Era algo impresionante, incluso se los llevaban sin terminar. Con los pantalones de mujer ganamos mucho dinero. Con el tiempo nos expandimos y llegamos a tener tres tiendas.

¿Cuando conoció a su mujer?
Nos conocimos en la boda de su hermano en el año 1958. Contrajimos matrimonio en 1961 en Santiago de Chile. Yo tenía 23 años y mi mujer, María Inés, tan sólo 19. Tras la boda ella continuó estudiando Psicopedagogía.

Por su parte, usted se decantó por montar un gimnasio...
Sí. Dejé el taller y abrí un gimnasio en la Plaza de Armas, en pleno centro de la ciudad. Para ello tuve que vender los coches que tenía y dedicar todo mi esfuerzo. Tan sólo había tres gimnasios en Santiago de Chile y yo fui el primero en fabricar máquinas para gimnasio. Traerlas desde Estados Unidos era muy caro y por eso decidí diseñarlas yo mismo. Compraba los hierros y los llevaba a un mecánico, que me los soldaba tal y como yo le indicaba. Posteriormente las cromaba y las vendía.

¿Funcionó bien el negocio?
Sí, mucho. Había épocas del año en las que no tenía huecos, no podía aceptar a más gente. Además de máquinas y pesas, ofrecíamos clases de aerobic y de kárate. Años después abrí otro gimnasio en el barrio de Providencia, uno de los más elegantes de la ciudad. Un día me ofrecieron formar parte de la delegación de halterofilia del Comité Olímpico Chileno y, durante más de diez años, ocupé el cargo de vicepresidente. Posteriormente, me nombraron vicepresidente de la Confederación Sudamericana, con la que recorrí todos los países de Sudamérica, controlando los campeonatos de levantamiento de pesas y llevando a cabo controles de doping.

Hace 60 años que vive en Santiago de Chile. ¿Cómo ha cambiado la ciudad con el paso de los años?
Santiago ha cambiado muchísimo. A día de hoy es una ciudad cosmopolita, grande y preciosa, con unos edificios monumentales.

¿En qué zona residen actualmente?
Vivimos en la comuna La Reina, más conocida por el pulmón de Santiago por la gran cantidad de zonas verdes que hay. Mis hijos viven muy cerca y podemos disfrutar mucho de nuestros nietos.

¿Ha regresado alguna vez a Menorca desde que abandonó la Isla de niño?
Volví por primera vez en 1982 y, desde entonces, he visitado la Isla en cinco o seis ocasiones. Incluso tenía una casa en la calle Ruiz i Pablo de Es Castell que había heredado de mi madre y que finalmente vendí.

¿Qué impresión le causó la Isla después de tantos años?
Es muy curioso cómo, al bajarme del barco en el puerto de Maó, fui a la Explanada a alquilar un coche y llegué sin perderme a Es Castell. Volver a Menorca fue muy emocionante pero también me llevé una gran desilusión al ver que el caserón en el que viví de niño en la calle Stuart ya no existía y, en su lugar, habían construido un bloque de pisos. Cabe señalar que mi bisabuelo, Gregorio Vila, era una persona muy relacionada con el mundo político y, durante sus visitas a la Isla, el rey Alfonso XII llevaba a cabo sus reuniones en aquella gran casa de Es Castell. Mi bisabuelo, además de ser práctico del puerto, había sido juez de la Isla.

¿Su madre volvió a Menorca alguna vez?
No, nunca volvió. Añoraba a sus hermanas, no tanto la Isla. En Menorca quedó su hermano mayor, José Vila, quien se ocupaba de todas las propiedades que habían heredado sus hermanas. Mi madre murió en Barcelona en 1972. Se enfermó y la operaron varias veces en Santiago de Chile sin buenos resultados. Por eso, decidió viajar hasta Barcelona, donde la intervino el médico que operó al presidente argentino Juan Domingo Perón. La operación salió bien, pero finalmente le fallaron los riñones y falleció.

¿Se planteó en algún momento la posibilidad de volver a Menorca?
No. Mi padre, al cerrar la fábrica, viajó a Mallorca y nos planteó la posibilidad de que volviéramos a España. Había encontrado un piso en primera línea de la playa e incluso un gimnasio para mí. Mi mujer y yo lo consultamos con nuestro hijo mayor, que por entonces tenía 12 años, pero a él no le gustó la idea. Así que finalmente nos quedamos en Santiago.


Sugerencias para la sección
"Menorquines en el mundo"
e-mail: msola@menorca.info