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Que Madrid es de color naranja. Creo que la mayoría de las ciudades españolas lo son. Pero son solo conjeturas. Como en la trilogía de El Padrino de Coppola, en Madrid el naranja es un color importante. Es el color de sus noches, que se proyecta en sus vetustos muros y rostros y le habla a uno de todo lo que no dice la gente.

– "Pues espero que no sea nada, porque mañana tengo que coger el coche para ir a ver a mi hija a Barcelona y con el pie así no puedo conducir".

Estoy en una ambulancia en la esquina de la calle Juan de Mena con Alfonso XII, cerca del parque del Retiro. Miro al hombre que hay sentado a mi izquierda, tendrá unos 60 años y parece que es la primera vez que recibe un balazo de goma. Dibujo una sonrisilla nerviosa y bromeo con el enfermero que me venda el brazo. "¿Toda esta movida por un golpe en el codo?"

Para un joven estudiante de clase media, todo esto no deja de ser algo emocionante e incluso divertido. Un golpe, un viaje en ambulancia, un poco de hielo y algo que contar en clase a la mañana siguiente. No hemos vivido una guerra, no nos hemos escondido de las bombas ni hemos visto nuestras casas reducidas a escombros, nadie ha fusilado a nuestros padres ni hermanos. Mantener la compostura forma parte del juego. Comportarte como un Clint Eastwood cualquiera, masticar el cigarrillo, ayudar al de al lado. Un auténtico guerrero europeo.

Algunos factores se mantienen constantes. Pronto, los niños podrán acudir a las manifestaciones para hacerse un par de fotos mientras corren delante de los furgones. Luego podrán comprarlas en la tienda de regalos con un marco precioso. "Mi primera carga policial". 9,95 la unidad. Y ese puesto de patatas fritas que no puede faltar en ninguna festividad española, llenando el aire del inconfundible olor que desprende la grasa vieja. Porque tanto correr, sea delante de la policía o de las vaquillas, acaba por abrir el apetito.
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– "¿Vesa? ¿Servesa? Un eulo, solo un eulo".

Uno ve muchas cosas paseando por Madrid. A veces me gusta fijarme en los indigentes. Me gusta ver a las chicas embutidas en sus vestidos y zapatos de fiesta desfilar delante de sus narices. Se alejan contoneándose y llevando el compás con el delicioso ruido de los tacones, seguidas por la mirada cristalina de la mujer sin piernas que extiende la mano abierta desde el suelo. No tardo en seguir mi camino, evitando en la medida de lo posible la incómoda presencia de la mendiga. Estoy acostumbrado. Todos lo estamos. Conseguir un pedazo de atención suele ser muy difícil. Según leí en los periódicos, uno de esos vagabundos del Dharma consiguió llamar la atención de nada más y nada menos que la alcaldesa Botella, curiosamente en mitad de un acto público, rodeada de cámaras.

"Vamos a que la atienda el Samur social".

La sin techo la mandó a hacer puñetas. Como dijo una vez Diógenes al célebre Alejandro Magno, "apártate, que me tapas el sol". Hubiera sido divertido estar allí.
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– "Anda dame una, pero de las grandes".

Al llegar a la Plaza Mayor sobre las dos y media de la madrugada, el naranja de Madrid muta hacia tonos más dickensianos. Beber en esa zona puede ser peligroso, por las multas. Pero no más peligroso que la vida. No más arriesgado que vivir en la calle. Como las docenas de hombres y mujeres que se apiñan entre cajas de cartón frente a lo que horas más tarde serán bares y restaurantes llenos de pálidos visitantes extranjeros. En la vida de las ciudades, gobernadas por la cobardía y el individualismo, la única salida es la locura. No hay lugar para esconderse, solo miradas, miradas fijas en el suelo de vagones de metro y en brillantes cristales, cada uno de ellos moldeado a la medida de nuestra propia indiferencia. La vida puede ser maravillosamente asfixiante, solo hay que alzar la vista.

– "Cuando nos acabemos la birra entramos aquí".

Caminar y caminar, y escuchar el rugido de miles de estómagos al mismo tiempo y preguntarse a uno mismo dónde está la salida. "El Gobierno cifra la asistencia en 100.000 manifestantes, en un día de protestas que ha terminado con 15 detenciones y 32 heridos".
En ocasiones, la única forma de escapar del aburrido ensueño de las costumbres diarias, es pasar la noche en un calabozo o prender fuego a un par de contenedores. Recuerdo que me pegué a un grupo de mediana edad que parecía pacífico. Estaban todos de pie, rígidos, hieráticos, en medio de la orgía de ruido y fuego que se había desatado a su alrededor. Todos menos uno, un hombre mayor, con barba, que se arrodillaba y se llevaba las manos a la cabeza en una especie de ritual religioso. Quizás simplemente estaba loco. Como aquella chica que salió semidesnuda a "rezar a Isis" en medio de todo el follón. Menuda estupidez. Aunque si lo que quería era atención, la consiguió.

El caso es que aquella gente parecía estar libre de porrazos, así que me quedé allí un buen rato. Podía ver las hogueras arder bajando hacía Atocha. Los antidisturbios se movían en bloques de poco más de diez unidades, corriendo de un lado para otro, eliminando los pequeños corpúsculos de encapuchados. Los furgones volaban en todas direcciones, hacia los principales focos de violencia. No era como en las películas. Dos frentes cara a cara. Nada de eso. Era una especie de guerra de guerrillas.

Había una desordenada maraña de personas de todo tipo entorpeciéndolo todo. Jóvenes con cámaras y sin ellas, pensionistas rodeados de una incandescente aura de invulnerabilidad. Aquello empezaba a aburrirme, así que corrí detrás de un par de fotógrafos acreditados. Iban de un lado para otro en sus geniales chalecos verdes y naranjas, una foto aquí, otra allá, las imágenes de la resaca del día siguiente. La tribu de los periodistas. Vi a uno de ellos sentado en una parada de autobús, escribiendo en su portátil a la vez que hablaba por teléfono, indiferente al estruendo de las escopetas.
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– "Están cerrando ya. Vamos al Wurli, a ver si hay cola".

Nunca es fácil admitir una derrota. Y menos si se es español. Da igual que hayas robado una barra de pan o unos cuantos millones. Da igual que te traten de tú o de excelentísimo señor, que te pillen nunca es agradable.

"El pleno en el Congreso, que terminó sobre la una de la madrugada, se llevó a cabo con total normalidad". Las neurosis colectivas son un modo de liberarse de las individuales, aunque sea durante cinco minutos. Los cinco minutos de odio. De camino a Atocha me refugié en un bar, donde los camareros limpiaban vasos y mesas, como cualquier otro martes a medianoche.

Podría haber disfrutado del espectáculo desde mi cómoda trinchera, pero quería verlo en primera fila, de modo que seguí mi camino hasta llegar a la rotonda. Esta vez me acerqué a un par de enfermeros del SAMUR, que charlaban con las manos a la espalda como quien comenta un partido de futbol. Mi cámara se había quedado sin batería así que saqué una libreta para tratar de escribir algo, pero no tardé en descubrir que no era buena idea.

Llevar un bolígrafo y un trozo de papel puede ser tan peligroso como llevar un cóctel molotov.

Aquello era un festín. Una gran celebración, y al mismo tiempo un acto rutinario. Era un acto temporal, un manifiesto posmoderno y un monumento a lo absurdo. El sonido de cientos de miles de vidas enfrentándose a la maldición del tedio, asaltando las calles con tímida determinación. Todo ello en la retumbante luminaria del Madrid del siglo XXI, que cambia noche tras noche y, sin embargo, es el mismo siempre.
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–"Yo me voy a casa, estoy cansado y además es imposible entrar en este sitio".

Y eso fue todo. La puerta de la ambulancia se cerró detrás de mí y mis pasos fueron testigos de cómo se atenuaban las voces de los enfermeros a mi espalda. Mientras me ponía la chaqueta sobre el brazo que me quedaba libre, alcé la mirada para ver al helicóptero sobrevolando la cercana Plaza de Cibeles y rememoré el final de una mis películas favoritas. "Quite an experience to live in fear, isn't it?".