Tamya en el negocio de hostelería que regenta con su familia en Son Xoriguer desde hace 16 años. | Josep Bagur Gomila

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Tamya Hernández González (La Habana, 1979) ha pasado la mayor parte de su vida en Menorca. De su Cuba natal confiesa que no echa de menos nada más que el recuerdo que tiene del país. «La Cuba que yo viví ya no existe, se perdió», confiesa Tamya.

¿Qué les llevó a cruzar el Atlántico para instalarse en otra isla?

— La verdad es que nunca tuvimos ningún problema político ni ganas de irnos del país. Mi padre se murió en La Habana en 1987 como consecuencia del derrumbe de un edificio, un accidente en el que también fallecieron mis abuelos. Mi madre se quedó viuda con dos niños de siete y cuatro años. Se puede decir, entre comillas, que en Cuba en aquella época no se notaba ningún tipo de necesidad. Ella era empleada de la empresa de piel más grande de La Habana, donde conoció a un técnico menorquín que llegó para trabajar.

Ese fue el comienzo de todo.

— Sí. Se casaron, pero seguíamos viviendo Cuba. No había ninguna intención de movernos de allí. Lo que ocurrió es que la gente que había contratado al marido de mi madre estafó al gobierno cubano y lo dejaron prácticamente tirado allí. Y claro, en aquella época para un extranjero pensar en vivir en Cuba era casi imposible. Fue cuando nos planteamos qué hacer, ya que él tenía también dos hijos aquí en Menorca. Fue muy complicado, porque no nos queríamos ir, pero al final lo hicimos.

¿Qué edad tenía entonces?

— Diez años. Pero con esa edad en Cuba eres mucho más maduro que aquí. Recuerdo que fue durísimo cuando nos dijeron «nos vamos». No quería e incluso pensé en quedarme con familia. Pero mi madre nos dijo que nos íbamos todos juntos. La realidad es que era imposible que siguiéramos viviendo en Cuba con las circunstancias de la familia. Tuvimos todo listo en el mes de febrero, pero no partimos hasta septiembre, que era cuando empezaba el cole aquí. Apuramos hasta el último día porque no teníamos muchas ganas de irnos del país.

¿Cómo fue la llegada?

— Muy dura. La Menorca de 1989 no es la de ahora. Además, llegué un viernes y al lunes siguiente ya empecé el colegio. En ningún momento me prepararon para tener en cuenta que aquí se hablaba otra idioma.

¿No os dijo nada?

— Nos comentó que él aquí hablaba menorquín, pero nunca nos explicó que se hablaba en la escuela. Cuando llegué a clase y escuché a todo el mundo hablar en algo que a mí me sonaba da chino, me quedé paralizada. En Cuba siempre tuve muy buenas notas y me gustaba estudiar, pero la primera semana fue muy, muy dura. Aunque la verdad es que tuve unos profesores increíbles que me ayudaron mucho y en tres meses hablaba menorquín perfectamente; es más, ese año saqué las mejores notas de catalán de la clase.

¿Cómo fue la adaptación?

— La verdad es que no tuve problemas para seguir el ritmo escolar. Podríamos decir que traía un nivel dos años superior al que había aquí. Para hacer amistades, tampoco tuve problemas, pero sí que me faltaba algo de feeling con la gente de mi edad, y empecé a ir con gente mayor que yo. Pero los problemas solo fueron al principio, ahora estamos muy bien integrados; es más, la gente se cree que somos menorquines.

¿Se siente menorquina?

— Claro. Llevo 28 años de mi vida aquí. Los primeros años fueron muy duros, porque la persona que se casó con mi madre era de una familia muy acomodada pero que se había arruinado. Mi madre se encontró con 27 años y cuatro niños, eran años de crisis en Menorca, empezaba a arrancar el turismo pero estaba muy mal visto trabajar en él. Realmente pasé más necesidades aquí que en Cuba. Aquí he pasado hambre, he dormido en el suelo, he vivido momentos muy difíciles. Yo en Cuba nunca pasé por eso. Al final, mi madre dijo, «tengo que dar de comer a mis hijos», y se puso a trabajar de camarera.

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Pero salieron adelante.

— En Menorca hemos encontrado gente que nos ayudó mucho. Mi madre era supertrabajadora; yo tenía 14 años y empecé a limpiar oficinas y a cuidar niños, aparte de los estudios. Fue duro, pero salimos adelante. Fuimos los primeros cubanos en llegar aquí, y una de las cosas que más extrañas cuando estás fuera de tu casa es la comida. Se echaban de menos esos sabores. Mi madre en Cuba jamás cocinó y aquí no le quedó más remedio, al final todo el mundo venía a comer a casa. Éramos un poco el punto de referencia para los que llegaban a la Isla. Fue entonces cuando montamos un bar para bailar salsa, el Asere, un lugar del que la gente todavía se acuerda, y después lo trasladamos al puerto, pero allí solo estuvimos un año.

Una vez más a volver a empezar.

— Sí, a mi madre le ofrecieron trabajar de camarera en un restaurante en Son Xoriguer, y a los tres meses cogió el traspaso y lo convirtió en un local con sabor a Cuba, La perla de La Habana. Desde el primer momento trabajamos muy bien, y aquí seguimos 16 años después. Al principio solo venían extranjeros, pero luego nos fue conociendo la gente del pueblo. Nunca tuvimos que hacer publicidad, pero se ha ido regando la voz.

Tanto es así, que acaban de abrir un nuevo negocio en Palma.

— Menorca es preciosa, nos encanta, tengo todo aquí, pero hay una realidad: por desgracia, aunque digan que el turismo está levantando, son muy pocos meses de trabajo al año. Y es cierto que ha caído mucho la calidad de la gente que viene, pero a unos niveles que nadie que no trabaje en esto se imagina. Yo calculo que respecto a hace una década la ocupación sea el doble, pero a nivel de gasto yo creo que se mantiene.

Volvamos a Cuba. En noviembre moría Fidel Castro. ¿Cómo encajó esa noticia y cómo ve el panorama ahora con el paso del tiempo?

— Realmente lo que ha ocurrido me da la razón con lo que dije que iba a pasar. Pocas veces me he alegrado de una muerte, y no podemos hablar de alegría, porque estamos hablando de un ser humano, aunque en su momento sí que supuso un alivio. Pero también sabía que no iba a cambiar nada; nunca he tenido fe en que Cuba vaya a cambiar. Sí es verdad que han promovido ciertas aperturas, aunque en realidad solo benefician al que viene de fuera. Al cubano que se ha estado matando por su país y creía en la revolución, la vida le ha ido a peor.

¿No cree que vaya a cambiar?

— No, y es triste ver en la tele desfiles de Chanel y tres calles más allá gente a la que se le cae el techo encima. Quitando una pequeña parte de la población, que está en las cárceles y haciendo huelgas de hambre, el cubano se han acomodado mucho. Esperan a que los familiares les manden veinte dólares de fuera para pasar el mes. Con ese poquito que se va mandando, y que yo personalmente he dejado de mandar, solo lo hago para problemas muy grandes, van tirando.

Pero pasan necesidades.

— En Cuba no hay la miseria esa extrema de me muero de hambre, aunque es cierto que hay necesidades. Pero porque el mismo cubano lo permite, yo he mandado dinero y mi familia en vez ce comprar comida han comprado ropa, si priorizas el aparentar a alimentarte, ya es tu problema. Al final vives en un sitio y terminas haciendo lo que ves.

¿Ha vuelto a su país?

— Solo dos veces en 27 años. Pero después del 98 decidí no regresar. Un año antes había regresado con muchas ganas y me mató ver mi país comparado al que yo había dejado, no tenían nada que ver. Era otro país después de la caída del muro de Berlín. Mi sueño era volver a ver a mis dos mejores amigas, y cuando llegué una era jinetera y la otra estaba estudiando. Las vi a las dos, me pregunté qué habría sido de mí se mi hubiera quedado. No me considero para nada una persona que le gusten las cosas fáciles, pero realmente cuando las vi no tuve claro qué hubiera decidido. Una vivía mejor que yo aquí y la otra pasaba días sin comer y tenía que hacer 15 kilómetros en bici para estudiar una carrera; estaba enamorada y no tenía ninguna posibilidad de irse a vivir con su novio. Qué sentido tiene hacer una carrera para ganar veinte dólares al mes y que tu trabajo sea ver cómo robar para vivir. ¿Eso es un futuro?

Parece que algún soplo de cambio podría llegar con el acercamiento norteamericano.

— Cuba es un tema complicado. El cambio debería ser desde Cuba y por parte de los cubanos. Pero el cubano está bebiendo ron y escuchando música, es triste decirlo y suena a estereotipo, pero es así. El cubano se ha acomodado, mira Venezuela, lleva menos con lo que llevamos viviendo en Cuba cincuenta años, y se han tirado a la calle para defender su país. El cubano está resignado a lo que venga. Yo estoy orgullosa de la Cuba de antes; es más, yo vivo vendiendo Cuba, me siento muy orgullosa de su música y su comida. Isla.