Al ritmo menorquín. Confiesa que los inviernos en la Isla le ofrecen una paz «difícil de explicar» | Gemma Andreu

TW
2

De madre paraguaya, padre valenciano y nacido en París, Pablo se siente culturalmente francés, pero lleva prácticamente toda su vida de un sitio para otro. Ha vivido en seis lugares distintos repartidos en tres continentes, y desde hace siete años está en Menorca, el que parece ser su destino definitivo.

¿Por qué la Isla?

— Empecé a veranear aquí en 1987 con mis padres. Teníamos costumbre de pasar las vacaciones en Benidorm, pero aquello ya se estaba convirtiendo en Las Vegas, lo que es ahora. Por eso buscábamos un lugar más tranquilo. Unos amigos catalanes nos recomendaron la Isla, vinimos y al poco tiempo compramos una casa que siguen teniendo hasta hoy. Para la edad que tenía entonces, que eran 15 años, suponía un cambio interesante. Aterricé en la calle Santa Teresa de Maó, y luego volví muchos años como veraneante.

Pero tardó en instalarse de forma definitiva.

— Sí. Antes hubo un periplo transatlántico, que me llevó a vivir unos años en Brasil, en Río de Janeiro, y dar varios saltos… París, Madrid, Lisboa, y al final fue Menorca, un lugar en el que ya llevo siete años.

Cuando pisó la Isla por primera vez, ¿qué sensaciones tuvo?

— Para mí entonces todo era nuevo, no conocía a nadie. Me presentaron a gente de mi edad y me acuerdo muy bien de lo que hicimos la primera noche que salí, que fue ir en barco a la Illa del Rei de extranjis. Un grupo de quinceañeros con los radiocasetes de la época. Fue un buen principio, desde luego, toda una aventura, algo que no se olvida. Luego, ya fui entrado en el poc a poc como quien dice.

¿En esa época dónde tenía su residencia?

— Vivía con mi familia en Madrid. Aquel año elegimos Maó como destino de veraneo y no lo volvimos a cambiar nunca más. Y eso me convierte en mahonés de verano durante muchísimos años. Aquí hay algo que es ir de marcha y desayunar en Can Senyalet, y eso lo llevo puesto. Llevo escritas en mí tradiciones muy de aquí.

Veo que no hubo problema a la hora de adaptarse al estilo de vida menorquín.

— En absoluto. Menorca es muy amable, del verbo amar. Es la isla de la calma con la falta que le hace la calma a alguien que vive en la gran ciudad. Menorca es un sitio de interiorización. Una cosa es la Menorca de verano, la que ve el turista, con sus playas paradisiacas y de postal. Luego está el invierno, y el primero que pasé en la Isla fue toda una experiencia.

Positiva, entiendo.

— Sin duda, si no ya me habría ido.

Lo digo porque no es un periodo fácil para mucha gente que viene de fuera.

— Mi forma de ver las cosas es que el invierno menorquín es un viaje interior para el que no todo el mundo está preparado. Es un viaje en el que la Isla, per se, no los isleños, decide si te quedas o te vas, si te acepta y te abraza o si se convierten en impermeable.

Repasemos su periplo hasta que llega a Menorca.

— Mis padres vivían en París cuando nací; donde pasamos cuatro años. Nos volvimos a España porque llegué yo. Mis padres tenían entonces una vida muy alegre y juvenil, y yo de alguna manera les obligué a regresar a España. Hay que tener en cuenta que estábamos también en la época de plena Transición y mi padre era artista, cantante de éxito en un grupo de flautas indias. Antes de que Simon & Garfunkel cantarán «El cóndor pasa», el grupo del que formaba parte, Los Calchakis, ya había da la vuelta al mundo.

Primera parada, Benidorm.

Noticias relacionadas

— Sí, allí abrieron un primer local de música latinoamericana, en la época de la canción protesta. Fue un negocio que dado el éxito que tuvo lo montaron también en Madrid. A partir de ahí fueron creciendo, y al final yo me crié entre el mundo del arte y el de la hostelería. Llegaron a tener diez locales en Madrid. A nivel artístico estaba la música latinoamericana, que era el boom de aquel entonces, cuando en América latina todo eran dictaduras, los emigrantes políticos venían para Madrid, y todos recalaban allí. A pesar de ser un crío fue algo que viví muy intensamente y aprendí bastante. Por otra parte, con sus negocios mis padres participaron en la revitalización del Madrid de los Austrias, que era un barrio tétrico, y hoy es una joya. Aprendí eso y luego me apliqué el cuento.

Pero su paso por Madrid también fue temporal.

— Sí, cuando empecé a estudiar empresariales viajé a París. Volví a mi ciudad de nacimiento. Nunca he dejado de regresar a París, tengo un nexo muy fuerte con la ciudad, no es herencia de mis padres, es algo cultivado por mí, siento esa ciudad. Además, en Madrid también estudié en el colegio francés. Soy un gabacho disfrazado. En realidad, mi primer idioma es el francés.

¿Se siente muy francés?

— Culturalmente, sí. Tenemos mucho que aprender de ellos, y ellos de España. Se sienten latinos, pero en comparación con los alemanes, y eso visto desde nuestro punto de vista choca.

¿Cómo le lleva el destino hasta Brasil?

— Igual que siempre veraneábamos en Menorca, la parte latinoamericana, la de mi madre, hacía que en Navidad viajáramos a ese continente. Todos los años visitábamos por esa época Asunción, Buenos Aires y Río. Lugares que, por tradición, también siento míos. Lo de Río coincidió con un momento en mi vida en el que quería dejar la consultoría, porque estaba un poco harto de la informática y todo lo que conllevaba. Necesitaba una aventura vital. Estaba casado con mi primera esposa, queríamos tener hijos, pero no en Europa. Entonces, considerábamos, equivocados o no, con que el estilo de vida de aquí, si trabajan ambos miembros de la pareja, no ves a tus hijos.

La verdad es que ha llevado una vida bastante nómada.

— Yo siempre digo que el turismo está muy bien para conocer lo que te estás perdiendo. Tú vas a un sitio, pasas unas semanas y apenas puedes percibir la punta del iceberg. El verdadero turismo es ir a vivir a un sitio. Qué es lo que hice yo con Madrid y con Menorca. A pesar de haber venido muchos veranos, Menorca no la he conocido bien hasta que no me he instalado. Y estoy encantado con el producto.

¿En qué momento dado decide dar ese paso?

— En Río nacieron mis hijas y pasamos cuatro años. Monté dos empresas, una de importación de bacalao noruego y un bar-discoteca-restaurante en el centro histórico de la ciudad. Allí tuve un éxito fenomenal y una caída monumental. Así que regresé a Europa y volví a trabajar como consultor, a la misma empresa que había dejado. Primero en París, luego en Lisboa, pero siempre viajando, que parece que es lo que mejor se me da hacer. Pasé un año haciendo un proyecto para Coca-Cola en Casa Blanca, una experiencia muy buena. Por eso escribo quizás, porque escribir al final es reflejar lo que vives. Y yo, que no he parado, en algún sitio lo tengo que contar.

¿Y por fin Menorca?

— Todavía no. Hay un momento en que decido que se ha acabado la consultoría, porque al final era un retorno a lo mismo que había dejado, era algo que no me acababa de llenar. Así que decido mudarme a Lisboa para escribir mi primera novela. Viví en Cascais, con lo que ahorré en la consultoría me pagué un año para dedicarme a escribir y procesar, fue todo un lujo. Un lujo caro, porque luego se te instala el virus de la escritura y está ahí para toda la vida. Disfrute mucho con la novela, «No-Mad». Fue un año de cambio de mentalidad.

Ahora sí, ese fue el paso previo a Menorca.

— Sí. Me pregunté en qué lugar del mundo me apetecía estar, y me vine a Menorca, que me dio mi segunda novela, «Tok. Una historia de magia». Es gracioso porque escribo una historia de magia en Menorca y no hablo de ella en ningún momento. Pero creo que es de bien nacido ser agradecido, y ahora estoy en un proyecto que estoy desarrollando a medias con un fotógrafo de aquí, Diego Pax. Lo que empezó siendo como un blog en el que hablaba de Menorca se está transformando en un libro de fotografías. En base a esa idea, intentamos hacer algo parecido a los libros de la editorial alemana Taschen. Lo que estamos haciendo es hablar de Menorca, pero no de una forma periodística ni con el objetivo de llegar al turista, un proyecto que se llama «Menorca, el rectángulo dorado». La idea es lanzar una campaña de crowdfunding, ya que se trata e un libro que necesita mecenazgo.

Alguien que ha viajado tanto y empezado de cero tantas veces, ¿qué planes tiene de futuro tiene? ¿Es Menorca el lugar definitivo?

— Menorca se apoderado de mi espíritu y de mi ser. ¿Por qué? Porque me he casado con una menorquina el pasado mes de febrero (risas). Cuando llegué lo hice con muchos planes, y monté un proyecto de hostelería y catering. Me gusta mucho la cocina, de hecho cuando acabe el proyecto con Diego Pax tengo una gran tentación de escribir algo de cocina, que es algo que me debo a mí mismo. Actualmente trabajo por cuenta ajena en el mundo de la hostelería.

¿Qué es lo que más le gusta de vivir en Menorca?

— Igual resulta polémico, pero es el invierno, una estación que me ofrece una paz que no sé explicar, y a lo mejor no quiero explicarlo nunca, porque es tan única y tan alimenticia para el espíritu... Piensa que estamos aquí, ausentes, en lo que era hibernar antes, pero tan hiperconectados hoy en día, conscientes de lo que pasa fuera. Antes hibernar en Menorca era hacerlo de verdad, y ahora es un lujo asiático que nadie se puede imaginar. A mí siempre me ha dado dinero todo lo que ha sido pensar, y qué lugar mejor que éste para tener tantas horas para pensar. Por otra parte, creo que Facebook es el gran de demostrativo de que en Menorca en invierno somos como una gran familia, somos como los pasajeros de un barco de piedra, una metáfora que me gusta mucho. En la red puedes encontrar a alguien que conoces, pero seguro que tienes muchos amigos en común.