Jaume González es el rector de la parroquia de Sant Llorenç de Barcelona.

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El presbítero Jaume González Padrós (Sabadell, 1960) ha intervenido en unas jornadas de formación para los sacerdotes y diáconos de Menorca. Es profesor del Ateneo Universitario San Paciano de Barcelona, la Facultad de Teología de Cataluña y el Instituto de Ciencias Religiosas Don Bosco.

¿Cómo será la Iglesia católica del futuro, más minoritaria?

—Hoy crece la fe católica en muchos países de África y de Asia, mientras que en Europa y en algunas áreas de América disminuye el número de creyentes. Los europeos tendemos a pensar que lo que ocurre en nuestro continente es algo universal, y no es así. Pero no debe extrañarnos esta disminución, porque los factores son múltiples. Debemos vivir gozosos de creer en Cristo, con espíritu misionero para dar testimonio de nuestra esperanza, y sin valorar nuestra realidad solo con categorías numéricas. Una Iglesia formada por pequeñas comunidades fervorosas, sin influencia social ni política, ha de ser una luz significativa para que otras personas descubran la verdad y vivan de acuerdo con ella.

¿Cuál es el papel de las familias en la transmisión de la fe?   

—En una posición óptima, lo deseable es que unos padres católicos eduquen a sus hijos en la fe, y que estos respondan con la misma fidelidad y entusiasmo. Pero no siempre es así. Hoy muchos jóvenes descubren la fe al margen de su ámbito familiar, a través de amigos, encuentros    con una comunidad o unos creyentes fervorosos. Las familias católicas deben entenderse como responsables de la fe, a vivirla y enseñar a vivir con ella para que las nuevas generaciones puedan comprender que el evangelio es siempre nuevo y que sólo Cristo es la verdad que ilumina la vida humana, llenándola de sentido.

¿Qué importancia da a la enseñanza de la Religión?

—La formación es necesaria; me refiero a la formación doctrinal, espiritual, litúrgica, bíblica, histórica... En los centros educativos donde la Iglesia tiene una presencia notable y, especialmente, en los colegios católicos, debe ser un objetivo prioritario. Nunca ha sido suficiente una fe sin razones, pero ahora mucho más.    Por tanto, hay que explicar a las nuevas generaciones que creer en el Dios revelado en Jesucristo es más razonable que no creer.

¿Cómo?   

—Debemos poner a su alcance todos los tesoros que encontramos en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Sin estos instrumentos es muy difícil que una persona, en nuestra sociedad, cuando se pregunta por el sentido de su existencia, pueda ser creyente. El gran filósofo y académico francés, Jean Guitton, decía: «Todo católico debe ser un pensador». Ayudemos, pues, a pensar la fe.

¿Qué espera del Sínodo convocado por el papa Francisco?

—San Pablo explicó que la Iglesia es como el cuerpo humano: uno con distintos miembros. Diversidad al servicio de la unidad. Con este sínodo el papa nos ofrece una ocasión de reflexionar sobre esta realidad. La salud del cuerpo depende de que cada órgano cumpla bien su misión en armonía con el resto de los miembros. Hablar de sinodalidad invita a reflexionar sobre la Iglesia, múltiple en sus miembros y, a la vez, una sola, con su cabeza que es Cristo muerto y resucitado.

¿Va la Iglesia católica a remolque del Concilio Vaticano II?

—No entiendo bien la expresión «a remolque». No obstante, los documentos del Vaticano II siguen siendo una magnífica fuente de inspiración para todos los miembros de la Iglesia, para vivir cristianamente y en profundidad la fe, así como en un verdadero espíritu de comunión. Leer estos textos, y releerlos, es una buena opción para formar personalidades eclesiales ahora y aquí.   

¿Cómo integrar las distintas sensibilidades en la Iglesia?

—Recuerdo un artículo del padre Agustí Altisent, que fue monje del monasterio cisterciense de Poblet, donde afirmaba que, en la Iglesia católica es donde se puede vivir creyendo en menos cosas. El escrito tenía su punto de ironía inteligente, como era propio del autor. Es precisamente en estas ‘pocas cosas’ que debemos estar fielmente unidos, y convencidos de ellas, para que todos los bautizados podamos sentirnos en casa dentro de la Iglesia, sin tener que claudicar de las legítimas sensibilidades.   

El reto son las nuevas vocaciones. ¿Cómo conseguirlas?

—Si estamos convencidos de que quien llama es Dios, como un día Jesús llamó a los apóstoles, a nosotros nos toca acoger las vocaciones; no son obra nuestra, sino del amo de la mies. Si es un don, hay que prepararnos para ser dignos del mismo, y dar espacios a la gracia divina. Si los católicos deseamos este don, debemos vivir con fidelidad nuestra vocación y cuando los jóvenes se acerquen y nos conozcan, percibirán, con el sentido propio de esa edad, el ‘don y el misterio’, como decía san Juan Pablo II.