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Con el bilbaíno se conversa con el grato placer de aprender de quien ha recorrido, con todas las de la ley, el círculo artístico que él mismo grafía sobre un folio en blanco con el símbolo del infinito

Raquel Marqués
Alaior
Cuando el tiempo no existe puedes empezar a moverte con libertad". Con Mikel Díez Alaba (Bilbao, 1947) se conversa con el grato placer de aprender de quien ha recorrido -con todas las de la ley- el círculo artístico que él mismo grafía sobre un folio en blanco con el símbolo del infinito. Una línea con la que separa y vuelve a unir la expresividad creciente de la ausencia de expresividad creciente. "Hoy sí que puedo decir que soy pintor, me lo he ganado con el trabajo y me he alimentado de todos los artistas que ha habido antes que yo". Sorprenden sus declaraciones, a tenor de un ámbito donde actualmente lo que prima es autoproclamarse abanderado de la causa pictórica desde las primeras individuales, sin complejos, sin vivencias...
Buen conocedor de la evolución de "su mundo" afirma que actualmente "el mercado es el enemigo más grande que tienen los artistas. Hace que uno tenga que pelear mucho para no caer en la soberbia, la situación más fácil en la que podemos caer...". De charla clara y sin tapujos, se reconoce a sí mismo en una de esas etapas "negras", si bien hoy la sombra, bien alargada, de su obra atestigua el placer que siente por la experimentación a través de las artes plásticas. Toda una vida entre lienzos y pinceles que comenzó con vocación temprana y que ha visto girarse del revés. "El poder antes era del artista, y ahora es del galerista, de los comisarios, de las instituciones...".
Cuestionado por sus diversos rostros creativos ojea un catálogo por el que se descubren sus idas y venidas. "Echa un vistazo, ¿qué es lo primero que se te viene a la mente si te muestro mis primeros dibujos?", me pregunta. "Pareces 'cabreado' con el mundo...", respondo. "Sí, ésta era mi manera de expresar mi violencia con el mundo", asiente. Comienzos, pues, de figuración crítica (principios de los años 70), de manos de un pintor comprometido y, entonces, bastante ácido. A éstos le siguen la abstracción radical, el espacialismo expresivo y las huellas del paisaje hasta que a finales de los setenta y principios de los ochenta empieza a trabajar de la memoria para zambullirse en la mirada renacentista. "Los chinos y Jorge Oteiza son fundamentales en mi obra", reconoce.
En los ochenta vive la naturaleza romántica en un refugio llamado Menorca. Entonces reside en el campo, desde donde fragua una tela de vegetación salvaje a la que seguirá la abstracción paisajística y más tarde la madurez. Hoy, desde la ventaja que le presupone una trayectoria reconocida y afianzada, y a caballo entre su estudio de Alaior y el taller de Bilbao (abierto desde hace cuatro años y desde el que vela por su apertura al mundo), Díez Alaba recalca que "lo importante es el proceso, no la obra final". Un proceso que le ha llevado a descubrir que todo aquel que se entrega apasionadamente a su habilidad es un artista.
Al igual que hiciera Da Vinci
Primera espada del que es entusiasta en todo lo que hace, Díez Alaba sentencia que "gracias a la pasión el mundo se mueve". Haciendo gala de su impulso, es precisamente el deseo por investigar y analizar el valor histórico de la figura de Cristo el que lleva al bilbaíno a redescubrir la escena que Leonardo da Vinci plasmó en la pared del refectorio de la iglesia de Santa Maria delle Grazie en Milán. El encargo de una "Última cena" por parte de un industrial menorquín, lleva al artista a querer ampliar un proyecto por el que apuesta la Fundación BBK de Bilbao. "1 + 12" es el título de la exposición que este espacio acoge hasta el próximo 9 de abril. Allí, cual profeta en su tierra -nunca mejor dicho-, Díez Alaba deleita al público, al igual que lo hiciera Da Vinci, con su particular visión de la cena evangélica. La unidad y doce proyectos de vida que conforman personajes reales y cercanos al entorno del artista.
Un periodista, un abogado, un músico, un arquitecto, un apicultor..., todos ellos, explica, "seres distintos que configuran un espectro social". Familiares, amigos o guías espirituales, y entre éstos, una composición de relación los unos con los otros. Dos años de trabajo, documentación y análisis concluyen en un mural donde por encima de todo retrata a un Jesucristo basado en la figura de Meher Baba, un profesor espiritual hindú que permaneció 40 años sin hablar. "Él es la unidad, no distingue entre el bien y el mal y es, junto al personaje del anciano, quien mira de frente al mundo, y sonríe". Las palabras de Díez Alaba se corresponden con una figuración de gesto muy dulce para quien en su lado opuesto ha configurado -como un espejo- la única compañía femenina de esta "Última cena". "Representa el conocimiento oculto, por ello está de espaldas, pero se corresponden en la forma del pelo, en la posición de las manos... La mujer ha estado en la sombra durante 2.000 años y el conocimiento no es patrimonio exclusivo del hombre, sino de la Humanidad, tanto de él como de ella", señala.
Entre los comensales de esta obra de gran formato, para la que no ha escatimado esfuerzos en hallar el color de la tinta media y de cómo se trabajaba antes, el autor dibuja también a Yehudi Menuhin, "por el que en casa siempre hemos sentido un especial cariño por su sensibilidad a la hora de que dotar a los niños de un conocimiento distinto para que no vivieran en un mundo tan violento y agresivo como el que tenemos". Díez Alaba sitúa a los convidados de este sencillo e inmortal ágape en un paisaje mediterráneo y cálido donde el río representa el curso de la vida. Una existencia por la que la sociedad discurre en un inventado formato tiempo, para el que hoy sólo cabe vencerlo y ser libre.