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José María Pons Muñoz
Hace unos días que he tenido acceso a una amplia documentación sobre la última obra del artista de Ferreries, Carlos Mascaró. Y como en mí es una norma inmutable, le he dedicado un tiempo, unos días, para estudiar pausadamente esa documentación, tomando diversas notas que me permitan finalmente emitir con imparcial ecuanimidad un juicio de aproximación al perfeccionista y meticuloso trabajo de este artista, cada vez más exigente consigo mismo, en beneficio de la obra que luego nos ofrece para el placer de aquellos que tan exigentes como él tenemos muy asumido lo que es pintura y lo que no lo es, lo que es arte y lo que es otra cosa. En este caso, la última obra de Mascaró viene en su ejecución avalada por una técnica exquisita, que ha exigido muchas, muchísimas horas de un trabajo paciente, sabiendo, como sabe muy bien Mascaró, que al arte no hay que atropellarlo con las destructivas prisas, ni tampoco con la aún más destructiva dadiva de convertirlo en comercial en detrimento de la personalidad creativa de un autor libre de esos perniciosos lastres.
Carlos Mascaró lleva toda su vida de artista dejando su personalísima huella por la trocha que en buena hora eligió, con su exquisito gusto y su apuesta personal, su empeño en convertir en arte pequeños detalles de nuestro acervo rural: un rincón de un porche con unos melones cantalupos, o de piel de sapo, una escudella mellada, una pared desasistida de una mano amiga que la socorra con unos brochazos de blanca cal, un rincón rural, o de pueblo, de ese pueblo que tanto ama, su querido Ferreries, que le brota por los ojos del alma cuando recupera añejas y entrañables estampas de un paisaje urbano, que él lucha para que no desaparezca de nuestra memoria. Que es tanto como conservar hecho arte el patrimonio de lo que vieron aquellos que nos precedieron. Compleja y loable la labor de este artista para conseguir que ópticamente nos resulte tan atractivo lo cotidiano, aquello que en alguna de sus obras se nos adentra en el archivo de la memoria como una plegaria susurrada, que nos devuelve retazos de una niñez que se nos fue sin querer que se nos fuera. El humo de la antigua tahona, donde se hacía y se vendía el pan al lado del Ayuntamiento, y por la puerta se fugaban volátiles efluvios de "coca amb pebres", "formatjades" o "galldindi as forn".
Es evidente que la pintura tiene un fuerte contenido en sus posibilidades descriptivas. Y ciertamente algunos pintores logran en sus obras narrar un acontecimiento. Es lo que conocemos como denotativa. Para este autor, la denotativa no tiene secretos. Empezando por una liturgia, una sinfonía acompasada de voluntad descriptiva en su obra meticulosamente ejecutada, que principia cuando un tema le seduce.
La retina del dibujante, del pintor, que ha encontrado una temática donde desarrollar su arte, es selectiva. Pero una vez que un motivo, una imagen, es seleccionada, automáticamente dará el siguiente paso, estudiar a fondo qué formato le va bien. Y no es ésta una decisión baladí. Los formatos en la obra pictórica tienen contraída la responsabilidad de que luego la obra alcance o no, la posibilidad de ser considerada una pieza completa, una obra de arte, o simplemente una obra más del artista. Después de elegido el formato, viene el bocetado, para acto seguido iniciar el dibujo con la exigencia de la precisión en los volúmenes de toda composición que se plasme en un lienzo, o similar, entendiendo que la precisión milimétricamente exacta no se da casi nunca, por no querer decir nunca. Medir a ojo, comprender y captar la perspectiva es una disciplina que hay que trabajarla toda la vida. Algunos autores logran algo muy parecido a la perfección.
Tampoco es fácil saber narrar un acontecimiento en un lienzo. Por eso, sólo algunos pintores elegidos por las musas son magníficos "narradores", otros lo intentan y otros, en fin, es mejor que lo dejen estar.
Por la documentación que tengo sobre el trabajo de Carlos Mascaró, que yo, con permiso del autor, titularía "La luz de la memoria", puedo afirmar que es una obra plenamente lograda, con una implícita carga descriptiva, tan meticulosamente trabajada, que ha logrado algo hoy en día insólito. La imagen corresponde a una fotografía tomada en el año 1939, un tiempo trágico, almacenado en el archivo de la memoria de aquellos que vivieron y padecieron aciagos aconteceres. Pues bien, Mascaró ha captado en la cara de los tres personajes que están en el plano corto o primer plano, un semblante de delatora tristeza, con unos caracteres encerrados en sí mismos. La adolescente de la izquierda, que viene de la fuente acarreando sobre la cadera una cántara de agua, tiene su mano derecha tímidamente sobre el vientre. La inclinación ladeada del cuerpo respecto a la carga, denota que la cántara va llena y pesa. A la derecha de esta imagen, en un plano medio, como si se adentrara hacia dentro, lo que le da profundidad a la obra, un payés lleva sobre una caballería una carga, posiblemente de resinosas piñas de pino, tan útiles para iniciar la lumbre en la tahona (panadería) que se ve al fondo, al lado del Ayuntamiento, donde un hombre, posiblemente el panadero, le observa. La posición del panadero, apoyado en el quicio de la puerta, es una imagen que, si me permiten una acotación, les diré que me recuerda a la obra de aquel pintor que convirtió prácticamente en su firma situar siempre un hombre o una mujer asomando parte del cuerpo tras una puerta o una ventana entreabiertas. Otra niña, en la imagen derecha de la composición, denota una época de desconfianzas. Es como si no se atreviera a estar jugando en medio de la enlosada acera, como si intuyera un atrevimiento peligroso alejarse de la seguridad que le da el contacto con su casa. Al fondo y a la izquierda, el Ayuntamiento, cuando aún en el frontispicio se anunciaba en plural: Casas Consistoriales. Magistralmente ejecutado el calado en celosía de la piedra del balcón, la composición simétrica es más que notable, los balaústres de la parte superior enmarcan un escudo, que por la época presumo de España. A la derecha del Ayuntamiento, la panadería con la chimenea sobre el tejado, humeante. A continuación un contrafuerte, que afianza el edificio contiguo, cuya parte inferior es un elegante ojo de puente en bóveda atirantada, que le da, al comunicar con otra calle, una lograda profundidad al conjunto de la imagen. Pero permítanme detenerme un instante en el contrafuerte porque me resulta descriptiva la meticulosidad del artista, cuando tiene presente la parte superior del mismo, más recientemente encalada que el resto, y que el paño de la edificación sobre el ojo del puente. Sin duda, porque al encalar la fachada de la panadería se aprovechó siguiendo la línea para darle algo de cal. La parte inferior de este refuerzo arquitectónico tiene algunos desconchones que la retina del artista ha captado. Las veladuras de transparencias del balcón de la derecha, y el sombreado del armazón de carga de dicho balcón, están soberbiamente logrados.
Carlos Mascaró tiene claro que al recuperar una imagen decimonónica es primordial conservar "el sabor" con que los años de antigüedad la han ido enriqueciendo. Y aunque el loable esfuerzo del artista sea recuperar el tiempo de los verbos cuando nos regala en imágenes rincones de Ferreries, no quiere hurtarles el poso de otra época, otras gentes, otras necesidades, otras costumbres, como si fuera un notario que diera fe de un tiempo que se nos fue ya para siempre. Por eso, esta obra, el artista la ha ejecutado con la antigua técnica de la grisalla ¹. Mascaró ha utilizado solamente dos óleos, un siena tierra y un siena tostada, diluyendo con trementina- óleo- medion. Con estos mimbres y la degradación del óleo a distintos tonos o grados hasta donde puede degradarse un color, y que éste siga siendo útil a la voluntad del artista, ha conseguido unas tonalidades sepias perfectas, que le dan a esta obra ese rancio sabor que nos ubica de lleno en aquel ya lejano 1939, que otrora captara la cámara de un fotógrafo, y que ahora este singular artista, atento a todo lo que tenga que ver con Ferreries, nos muestra, acrecentando su colección de litografías.
Todo y que la primera intención del artista fue pintar un único cuadro para su colección privada, más tarde, en buena hora y con mejor criterio, optó por la generosa idea de que cuantas más gentes lo tengan, mejor. Así que se decidió por hacer unas reproducciones sobre tela para óleo, con una tirada de 80 ejemplares y un tamaño de 44X30. Las telas van firmadas, numeradas y montadas en bastidor de madera. Todo un acierto para aquel que quiera conservar la plaza del Ayuntamiento de Ferreries tal cual estaba hace 69 años, en imágenes captadas por quien para él no es laxa su disciplina del dibujo. Más bien, todo lo contrario, por su tenaz exigencia de dominar la belleza de esta disciplina, no concibiendo el término medio. O se dibuja bien, o se dibuja mal, en lo que personalmente no puedo si no estar completamente de acuerdo.
Las autoridades culturales de la isla no se equivocarán, y las generaciones venideras sabrán agradecerlo si adquieren obra de este artista, dedicada a recuperar el paisaje urbano que el tiempo y la piqueta han modificado. Pocas imágenes pueden ser más ilustrativas para la memoria de un pueblo que ver, por ejemplo, en algún edificio público, banco, ayuntamiento, hogar del jubilado, etc., un cuadro en la pared con unas imágenes retrospectivas de su pueblo. En este caso, se lo aseguro, magistral y elegantemente ejecutadas.
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(1) Grisalla: Pintura. Género de pintura con que se imita la escultura, y en que sólo se emplea el tono gris.